Cuando el encargado de pompas fúnebres, en casa, nos pidió que eligiéramos un traje para mi padre, yo le dije a mi hermano:
—¿Un traje? Como si fuera a la oficina. No, nada de trajes. No tiene sentido.
Dije que había que enterrarlo envuelto en un sudario, pensando que así era como fueron enterrados sus padres, que así era como se enterraba tradicionalmente a los judíos. Pero, mientras lo decía, se me ocurrió que quizá el sudario careciera también de sentido: mi padre no era ortodoxo, ni sus hijos eran religiosos, desde ningún punto de vista; y podía ser que todo ello incidiera en lo pretenciosamente literario, por no decir en una especie de histeria gazmoña. Me di cuenta de hasta qué punto resultaría estrafalario, y poco apropiado a su persona, el hecho de amortajar en un sudario a un hijo de este planeta urbanizado, que trabajaba en una compañía de seguros, como mi padre, a un hombre de una pieza, que vivió permanentemente anclado en la cotidianeidad –aunque ello no me impedía comprender, al mismo tiempo, que ésa era la idea. Pero, como nadie se me opuso, ni yo tuve el valor de decir que lo enterráramos desnudo, utilizamos el sudario de nuestros antepasados para envolver su cuerpo.
Luego, una noche, más o menos seis semanas después, a eso de las cuatro de la madrugada, se me presentó con un sudario de capucha, para reprocharme:
—Debería haber llevado traje. Te equivocaste.
Philip Roth, Patrimonio, Seix Barral, Barcelona, 2004.