Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

martes, 31 de diciembre de 2013

CAVAFIS: Aunque sea con engaños

Aunque sea con engaños, que me ilusione ahora,
que no sienta el vacío de mi vida.
Tantas veces estuve tan cerca, 
pero, como me paralizaba, como me intimidé,
cerrada permaneció mi boca,
llorando dentro de mí el alma vacía,
hundidos en el duelo mis deseos.
Tantas veces estuve tan cerca
de tus ojos y de tus insinuantes labios,
del soñado, del amado cuerpo.
Tantas veces estuve tan cerca...

C.P. CAVAFIS, Antología poética, Alianza Editorial, Madrid, 1999.

domingo, 29 de diciembre de 2013

GARCÍA MONTERO: Aunque tú no lo sepas

Aunque tú no lo sepas te inventaba conmigo,
hicimos mil proyectos, paseamos
por todas las ciudades que te gustan,
recordamos canciones, elegimos renuncias,
aprendiendo los dos a convivir
entre la realidad y el pensamiento.

Así he vivido yo,
como la luz de un sueño
que no recuerdas cuando te despiertas.

Luis GARCÍA MONTERO, Habitaciones separadas, Visor, Madrid, 1994.

THURBER: La vida secreta de Walter Mitty

 

"¡Estamos pasando!” La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises. “No lo lograremos, señor. Según mi opinión está por desencadenarse un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el comandante‑. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!” El golpeteo de los cilindros aumentó: tá‑poquetá‑poquetápoquetá‑poquetá‑poquetá. El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3’, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!” Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, con sonrisa aprobatoria se decían entre sí: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo ... !”

‑¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué vamos tan aprisa?

‑¿Qué?‑, dijo Walter Mitty.

Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera gritado en medio de una multitud.

‑Íbamos a cien kilómetros –dijo-. ­Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Sí, ¡llegaste a cien!

Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación.

‑Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la señora Mitty‑ Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen.

Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado.

‑No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan ‑dijo ella.

‑No necesito zapatos de goma ‑dijo Mitty.

Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano.

‑Ya hemos discutido eso ‑dijo apeándose del coche‑. Ya no eres joven.

Él aceleró el motor unos instantes.

‑¿Por qué no llevás puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?

Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se Ios puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró al edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó.

‑¡Dése prisa! ‑le gritó un policía cuando cambió la luz.

Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el aparcamiento, cruzando de paso frente al hospital.

“... es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviere usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada con la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó un interno del hospital‑. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!” “¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo en forma irregular poquetá‑poquetá‑cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso, y en su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo‑. Prosigan la operación.” Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso‑. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?” Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean”, dijo. Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras.

‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del aparcamiento‑ ¡Cuidado con ese Buick!

Walter Mitty aplicó los frenos.

‑No, por ahí ‑continuó el encargado.

Mitty murmuró algo ininteligible.

‑Déjelo donde está. Yo lo colocaré debidamente ‑dijo el aparcacoches.

Mitty se apeó del coche.

‑¡Pero déjeme la llave!.

‑Sí, sí ‑dijo Mitty y entregó la llave del motor.

El aparcacoches saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.

Son gente demasiado orgullosa, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; creen que lo saben todo. Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación. La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas. Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y se puso a buscar una zapatería.

Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal. ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa que te encargué? —le preguntaría—. No me digas que te olvidaste de la cosa esa?” En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury.

“... tal vez ésta le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?” Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley‑Vickers 50.80”, dijo con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se dejó oír en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo. “Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta!, gritó el defensor de Mitty‑ Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo.” Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.” Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable perro!”

‑Bizcocho para cachorro ‑dijo Walter Mitty.

Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír.

‑Dijo bizcocho para cachorro ‑explicó a su acompañante‑. Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo.

Walter Mitty siguió su camino de prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba.

‑Quiero bizcocho para perritos muy chicos ‑dijo al dependiente.

‑¿De alguna marca especial, señor?

El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento.

‑Dice en la caja bizcocho para cachorro ‑dijo Walter Mitty.

Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces.

No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.

“... El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de fatiga‑. Yo volaré solo.” “Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el sargento con ansiedad‑. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”. “Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty‑. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?” Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro del cuarto, “Una migajita del final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz‑. ¿O acaso no es así?” Se sirvió otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento‑ Perdone que lo diga, señor. “ El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley‑Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último coñac. “Después de todo ‑dijo‑, ¿dónde no hay infierno?” El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando Auprés de Ma Blonde. Se volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole: “¡Animo, sargento ... !”

Sintió que le tocaban un hombro.

‑Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora Mitty‑ ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?

 ‑Las cosas empeoran ‑dijo Mitty con voz vaga.

‑¿Qué? ‑exclamó la señora Mitty‑. ¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?

‑Los zapatos de goma ‑dijo Mitty.

‑¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?

‑Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty‑. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?

Ella se le quedó mirando.

‑Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa ‑dijo.

Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella:

‑Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto.

Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso. Dio una última fumada y arrojó lejos el cigarrillo. Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.

James THURBER, La vida secreta de Walter Mitty.

jueves, 26 de diciembre de 2013


I've been thinking about you a lot


I believe that about you.... I've been thinking about you a lot.... It's crazy.... In my car, lying in bed.... I've just never gone out with someone like you....With all the others there was so much to hide.... I feel like I can tell you anything.

Big (1988).

viernes, 20 de diciembre de 2013

Un mal sueño del señor Scrooge


De repente abre los ojos. La vela que hay sobre la mesa se ha consumido y su despacho está a oscuras. Comprende que se ha dejado vencer por el cansancio. Después de que se fuera el escribiente, se había puesto a revisar unas cuentas. Ha tenido un sueño… tan absurdo. Por unos instantes permanece sentado, reflexionando.

Por fin se levanta y, a pesar de que no se ve nada, se mueve por la oficina con habilidad. Busca a tientas el gabán y se lo coloca. Cuando sale a la calle, el frío aire nocturno le termina de despertar.

Mientras camina en dirección de la taberna donde suele cenar no puede dejar de pensar en todo lo que ha ocurrido: la visita de su estúpido sobrino y la discusión con el escribiente. Y después el sueño. ¡Baf! ¡Tonterías! Marley sí que es feliz: consiguió librarse de todas las preocupaciones.

El tabernero, cuando le ve, lanza un gruñido.

–Creí que ya no vendría, señor Scrooge. ¿Lo de siempre?

Asiente sin decir nada. Advierte que la taberna está más vacía que otras noches. ¡Malditas fiestas!

jueves, 19 de diciembre de 2013

BORGES: Sólo tú eres, mi desventura y mi ventura

Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.

Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.

Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.

Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.

Jorge Luis BORGES, El enamorado.

domingo, 15 de diciembre de 2013


OVIDIO: Quien resiste gana

Si no recibe tu carta y la devuelve sin leerla, confía en que la leerá más adelante y permanece firme en tu propósito. Con el tiempo los toros rebeldes acaban por someterse al yugo, con el tiempo el potro fogoso aprende a soportar el freno que reprime su ardor. El anillo de hierro se desgasta con el uso continuo y la punta de la reja se embota a fuerza de labrar asiduamente la tierra. ¿Qué más duro que la roca y más leve que la onda? Con todo, las aguas socavan las duras peñas. Persiste, y vencerás con el tiempo a la misma Penélope. Troya resistió muchos años, pero al fin cayó vencida. Si te lee y no quiere contestar, no la obligues a ello; procura solamente que siga leyendo tus ternezas, que ya responderá un día a lo que leyó con tanto gusto. Los favores llegarán por sus pasos en tiempo oportuno. Tal vez recibas una triste contestación, rogándote que ceses de solicitarla; ella teme lo que te ruega y desea que sigas en las instancias que te prohibe. No te descorazones, prosigue, y bien pronto verás satisfechos tus votos. En el ínterin, si tropiezas a tu amada tendida muellemente en la litera, acércate con disimulo a su lado, y a fin de que los oídos de curiosos indiscretos no penetren la intención de tus frases, como puedas revélale tu pasión en términos equívocos. Si se dirige al espacioso pórtico, debes acompañarla en su paseo, y ora has de precederla, ora seguirla de lejos, ya andar de prisa, ya caminar con lentitud. No tengas reparo en escurrirte entre la turba y pasar de una columna a otra para llegar a su lado.

OVIDIO, Arte de amar.

lunes, 9 de diciembre de 2013


MORÁN: Matar vuelve a ser divertido

Hay asuntos que exigen distancia. Por más que te golpeen el trigémino y no puedas borrarlos de la cabeza. Allí donde entra la muerte es menester un lenguaje de respeto; no exactamente frío sino medido, entre cerebral y sanguíneo. Si eres capaz. Donde reina la muerte se exige distancia. Ocurrió bien avanzado el mes de diciembre, cuando unos chavales creciditos de cuerpo y achicados del resto quemaron viva a una mendigo. Desde entonces llevo recogiendo los datos que puedo y jamás me he preguntado el por qué lo hicieron. Sólo me obsesiona el cómo, quizá porque explicando el proceder se hace innecesario buscar segundas o terceras lecturas, psicológicas o de sociología pedestre. Ricard Pinilla Barnes y Oriol Plana Simó, de 18 años, malos estudiantes del Instituto Menéndez Pelayo en la barcelonesa Vía Augusta, de familias asentadas del barrio Sarrià-Sant Gervasi iniciaron la noche del jueves 16 de diciembre una de sus prácticas habituales frente al tedio: montarles un pollo a los mendigos. Quizá porque los mendigos son más o menos como ellos: mientras unos viven de la pródiga paciencia familiar, una caridad que los mantiene en sus casas, cuando tenían que haberlos echado a la basura de la vida el mismo día que cumplieron la mayoría de edad, el mendigo profesional sobrevive de la caridad a secas. Las diferencias más notables entre el pijo de familia bien y el mendigo crónico del siglo XXI se reducen al olor que desprenden y a las razones por las que visitan las oficinas de La Caixa. Los mendigos huelen mal y pernoctan en los cajeros; los muchachos huelen a choto de marca y saben utilizar el cajero con la tarjeta amarilla que les avalaron sus padres. Hoy sabemos que entre los hábitos de diversión de estos chavales, y otros muchos que no aparecen en los papeles, estaba el embroncar a los mendigos. Según testimonios de otros muchachos, tanto Ricard Pinilla como Oriol Plana gustaban de orinar encima de los marginales del cartón y la manta mugrienta. Al parecer es una práctica que tiene su aquel. Si agredes a un marginal y le echas la meada, la gracia está en grabarlo con tu móvil y luego proyectarlo a los amigos y tomarse unas birras descojonándose al reconocerte; algo así como los invitados a las bodas con las viejas fotos de familia, pero en plan colega. Una colleja aquí y una patada en los cojones allá, y “pa morirse de la risa”. “Una gracia que te cagas”. Tenían querencia por el cajero de La Caixa en la calle Guillermo Tell, quizá por cercanía; el joven Ricard Pinilla es cliente y casi vecino de la sucursal. Con absoluta impunidad y sin preocuparles para nada que sus gestas quedaran grabadas en video, después de cenar y tomarse alguna copa hicieron ejercicio de dedos y patitas echándole viajes a la mendiga que practica allí su pernocta. Ella se llama María Rosario Endrinal Petit, tiene 51 años y el que parece ser el secreto mejor guardado es que trabajó como secretaria en La Caixa, la misma empresa en la que dormirá cada noche después de haberse desplomado el andamio de su vida, demasiado frágil para aguantar amores frustrados y alcoholes deleznables. (Pido disculpas por citar a La Caixa de manera neutral y sin los elogios de rigor, y más aún llamándola empresa, nombre común muy alejado de su importancia institucional, emancipatoria y cultural; prometo corregirme). Las cámaras muestran que los dos muchachos se tiran un buen rato agrediendo a Maria Rosario, tirándole primero una naranja, luego un cono de esos que ponen los de Tráfico, más tarde una botella vacía y hasta la tapa de una wáter. Para cagarse, nunca mejor dicho, de la risa que les entra. La noche es larga y se van de juerga porque ella puja y al final ha conseguido echar el cierre de seguridad para dormir tranquila. El destino es un hijo de puta que se disfraza de dios griego, porque de no ser así quién podría imaginar a esta malhadada mujer, una mujer que en el video conserva cierto aire de ajada belleza, porque quien tuvo retuvo, una melena rizada con vuelo, imagino que apestosa, un rostro grato y un gesto de dignidad dentro de la miseria más absoluta que es no tener nada habiendo rozado con uñas de gata la gloria postinera. No es piedad lo que siento por ella, porque piadoso no soy, es emoción de saber que ese rostro, apenas dibujado en un video torpe, tiene un halo de vida que se va a apagar definitivamente dentro de unas horas. Porque los chicos vuelven. Y se traen un socio, Juan José, un pringao quinceañero, de familia más humilde, al que reclutan porque comparten cibercafé. Los tres son adictos a la consola y el videojuego hasta el punto que se les conoce por sus motes, por los nicks.El pijo guaperas, rubianco y con bomber, y el aspecto arrogante que dan sus guantes de cuero con los dedos al aire, se hace llamar Vader, como el malote de La guerra de las galaxias. Los otros dos, más cutrillos, Chapa y Jumero, respectivamente. Como el nuevo no participó en la primera etapa de acoso y derribo, hace de rata para meterlos en la guarida y le da al cristal hasta despertar a la vieja – a sus 51 años y con una hija de 24 a la que ni ve ni quieren, porque la vida cuando se derrama ya no deja ni una gota para el sentimiento y porque los tangos son hermosos de cantar pero castigan el esternón cuando te los encuentras por la calle o en un cajero- y Maria Rosa se levanta y le abre al chico, que dice querer sacar pasta y aprovecha para pedirle al chaval un cigarrillo, por el despertar abrupto, se supone, y que por supuesto no le da. Juan José levantará el pestillo que va a abrir las puertas del infierno. Detengámonos un momento en la secuencia, porque se trata de una filmación en vivo, sangrante, más criminal que un video sobre la pena capital. Aquí todo es real y los actores no actúan sino que viven y les importa una higa que La Caixa les filme el culo o sus jetas. Entran cuando pasan de las 4 de la madrugada, exactamente 29 minutos y 45 segundos, y allí están – ¿haciendo qué?- hasta que al borde de las 5 de la mañana el pringao menor de edad mete una garrafa de disolvente, 25 litros, en la que llama la atención una advertencia para analfabetos: líquido inflamable. ¿De dónde lo sacaron? De unas obras vecinas, aseguran. Difícil, porque esas cosas no se dejan por ahí. Pero qué ocurre, y no nos han dejado ver, entre la entrada de esos energúmenos por segunda vez y la introducción del disolvente. Son 28 minutos y 28 segundos. Qué humillaciones, golpes, denuestos, torturas no le habrán hecho a esa pobre dipsómana desvalida, entregada al puto destino bajo la forma de tres criminales versión posmoderna, gente que ríe y que se aburre porque carece de imaginación cuando se apaga la consola. Y todo estalla de pronto cuando van a dar las 5 y el fuego, que nunca purifica nada, se lo lleva todo virando a rojo y negro, como una vieja bandera. María Rosa Endrinal Petit murió quemada a las nueve de la mañana del sábado, 17 de diciembre, en un hospital donde no pudieron hacer ya nada. Los muchachos se fueron a sus casas y tras cambiarse de ropa continuaron con su vida normal, o al menos eso que llamamos normal. Bastó repasar los videos del cajero para trincarles. Y entonces todo fueron sorpresas y perplejidades. Siguiendo el principio canalla que instituyó persona tan principal como Albert Camus, según el cual puesto en el dilema de escoger entre la verdad y su madre, siempre se decantaría a favor de su madre, los familiares empezaron el período de pálidas inquietudes, que es el paso previo a las dudas razonables y peldaño obligado para subir a la negación absoluta de los hechos. “¡Pobres criaturas, cómo iban a ser capaces de hacer una cosa así!”. “Unos tontos, eso es lo que son, unos tontos, que por culpa de la absenta y otros alcoholes malignos se volvieron tarumbas”. Lo expresó el padre culto y biendicho de uno de los verdugos, y sé de seguro que dentro de unas semanas se referirán, él y sus benditos abogados, al linchamiento mediático y a los juicios paralelos de los medios de comunicación. Luego las triquiñuelas del oficio de letrado bien remunerado, que empieza cuestionando el video y la garrafa de disolvente, y acaba culpando a la mendiga de haberles abierto la puerta incitándoles al crimen. “Se les fue la mano, a los muy tontos”. ¿Qué mano se les fue?, no lo precisan. Dentro de unos meses no se acordará nadie. Los niñatos saldrán y se harán buenos aunque sólo sea por el susto. Hace tres años y en una plaza de esta ciudad otros graciosos quemaron a un negro de Ghana y se murió asado; el único imputado salió libre por falta de pruebas. Hace otros tantos un puñado de siete gilipollas grabaron sus hazañas hasta hartarse dando mamporros a mendigos perdedores, la hez de una sociedad donde el triunfo se llama éxito y al éxito se dice triunfo, pero llegaron a un acuerdo y el asunto se resolvió entre caballeros, porque los padres somos generosos con quienes nos atienden los pelillos que van a la mar que es olvidar. Hubo un tiempo en que matar era divertido. En el circo romano sin ir más lejos. Los autos de fe de la Inquisición constituían auténticas fiestas, donde era de buen tono contemplar la atrocidad del dolor entre ágapes y bailes; espectáculos de diversión sobre materiales vivos. Las matanzas de la Guerra Civil, las sacas de las prisiones por uno y otro bando fueron festejadas por numerosos paisanos que jaleaban la barbarie entre risas y cantos. En la lucha contra el aburrimiento la primera condición para divertirse con la muerte de otro consiste en quitarle su condición de igual. Si no somos iguales estás en el derecho a divertirte a su costa, incluso al precio de la vida, porque al fin y a la postre, su vida es una mierda y no merece la pena entre dos bostezos.

Gregorio MORÁN, Matar vuelve a ser divertido.

La Vanguardia, sábado 14 de enero de 2006.

lunes, 2 de diciembre de 2013

FISAS: Hago la guerra a los vivos y no a los muertos


A la muerte de Lutero en 1546 los protestantes manifestaron frecuentemente su rebeldía contra la Iglesia. Carlos I de España, de acuerdo con el Papa y con su hermano Fernando, a quien había cedido los dominios hereditarios de Alemania, resolvió hacerles la guerra.

El 24 de abril de 1547 obtuvo el emperador español la victoria de Mühlberg —que inmortalizó Tiziano en su célebre cuadro hoy en el Museo del Prado de Madrid—. En ella hizo prisionero al príncipe elector de Sajonia, cuya vida ofreció a su esposa a cambio de la ciudad de Wittemberg, en cuya catedral o iglesia del castillo había clavado, años antes, Lutero sus célebres noventa y cinco tesis.

En la propia iglesia estaba enterrado Martin Lutero y el duque de Alba propuso a Carlos I que desenterrase el cadáver, lo quemase y aventase las cenizas, a lo que el emperador respondió:

—Dejémosle reposar: ya ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra a los vivos y no a los muertos.

Carlos FISAS, Historias de la historia, Planeta, Barcelona, 1985.

domingo, 1 de diciembre de 2013

POSADAS: Baile feminista

Como las mujeres somos como somos, pronto surgieron los pequeños celos entre las embajadoras. Que si tú ya has bailado dos veces con la mujer de Brezhnev y yo ninguna, que si Valentina Tereshkova no me saca a bailar, que yo con ésta no quiero bailar porque es muy fea y me pisa y ese tipo de cosas, pero en general lo pasamos en grande. Lástima que me haya puesto estos zapatos nuevos tan lindos pero incómodos porque tengo los pies en la miseria. Aunque, claro, ¿quién hubiera podido prever que aquello iba a ser thé dansant feminista? La verdad es que acabó siendo casi más divertido que un baile con hombres, que siempre bailan tan mal y encima lo hacen como si aquello fuera un sacrificio espantoso. En las fiestas deberían quedarse sentados hablando de sus cosas y dejarnos a las mujeres que nos arreglemos entre nosotras. Todavía me río sola recordando la escena, no obstante, me pregunto: ¿por qué a mí no me habrá pedido el teléfono aquella generala tan simpática de setenta y tantos años, repleta de medallas y dientes de plata y a la embajadora de Honduras sí?

Carmen POSADAS, Gervasio POSADAS, Hoy caviar, mañana sardinas, RBA,Barcelona, 2008.

domingo, 24 de noviembre de 2013


ROTH: Citarse con hombres es horrible


El tiempo pasa. El tiempo pasa. Hay amigas de hace veinte y treinta años que reaparecen. Algunas ya se han divorciado numerosas veces y otras han estado tan ocupadas, estableciéndose profesionalmente, que ni siquiera han tenido la oportunidad de casarse. Las que todavía están solteras me llaman para quejarse de los hombres con los que salen. Citarse con hombres es horrible, las relaciones son imposibles, el sexo es arriesgado. Los hombres son narcisistas, carecen de sentido del humor, están locos, son obsesivos, arrogantes, toscos, o bien son apuestos, viriles e implacablemente infieles, o bien están emasculados o son impotentes o tan sólo son demasiado estúpidos.

Philip ROTH, El animal moribundo, Alfaguara, Madrid, 2002.

POE: El gato negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Edgar Allan POE, El gato negro.

lunes, 18 de noviembre de 2013

S.T.T.L. Syd Field

It seems like I’ve spent most of my life sitting in a darkened theater, popcorn in hand, gazing in rapt wonder at the images projected on a river of light reflected on that monster screen.

Syd FIELD, Going to the Movies: A Personal Journey Through Four Decades of Modern Film.

S.T.T.L. Lessing

Una tarde templada miré por la ventana y vi, bajo los plátanos de la acera opuesta, unos sesenta jóvenes, a quienes reconocí como un grupo migratorio que cruzaba nuestra ciudad. No siempre era fácil reconocer estos grupos, a menos que fueran tantos como esta vez, porque si se veían dos, o tres o cuatro miembros de uno de estos grupos, separados de los demás, podría suponerse que eran estudiantes como los que solían verse aún, aunque cada vez en menor número, en nuestra ciudad. También podían ser hijos de gente del barrio. Vistos en conjunto, en cambio, eran inconfundibles, se los reconocía al instante. ¿Por qué? No, no era solo que una masa de gente joven en aquellos días no pudiera representar otra cosa. Era que habían renunciado a la individualidad, esto era lo esencial, al criterio individual y a la responsabilidad individual, hecho que se revelaba de mil maneras; una, por ejemplo, muy importante, era nuestra reacción instintiva al encontrarnos frente a ellos, una reacción de aguda aprensión, porque reconocíamos que en una confrontación, si acaso se llegase a ella, se dictaría la sentencia de la jauría. No soportaban quedarse solos mucho tiempo. La masa era su hogar, el lugar donde se reconocían a sí mismos.

Doris LESSING, Memorias de una superviviente.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Dime un cumplido



–Dime un cumplido, Melvin; necesito uno. Un cumplido es algo bonito sobre otra persona…

–Tengo un cumplido realmente estupendo para ti. Y es cierto.

–Me da pánico que vayas a decir algo horrible…

–No seas pesimista, no es tu estilo. Está claro que es un error. Tengo una… dolencia… Mi médico, un psiquíatra al que solía ir continuamente, dice que en el 50 o 60 % de los casos una pastilla ayuda mucho. Yo las odio. Son muy peligrosas. Un odio. Aquí utilizo la palabra odio para las pastillas. ¡un odio!. Y mi cumplido es que aquella noche, cuando viniste a casa, y dijiste que nunca te… Vale, bien, estabas allí, ya sabes lo que dijiste…Bien, mi cumplido para ti es que por la mañana empezé a tomar las pastillas…

–No logro captar porqué es un cumplido para mi.

–Tú haces que quiera ser mejor persona.

–Puede que sea el mejor cumplido de toda mi vida.

–Bueno, quizá me haya excedido, porque he calculado la dosis suficiente para evitar que te marcharas…

Mejor imposible (1997).

sábado, 16 de noviembre de 2013

PADILLA: Para escribir en el álbum de un tirano

Protégete de los vacilantes,
porque un día sabrán lo que no quieren.
Protégete de los balbucientes,
de Juan el gago, Pedro el mudo,
porque descubrirán un día su voz fuerte.
Protégete de los tímidos y los apabullados,
porque un día dejarán de ponerse de pie cuando entres.

Heberto PADILLA, Para escribir en el álbum de un tirano.

lunes, 11 de noviembre de 2013

GIL DE BIEDMA: Lunes

Pero después de todo, no sabemos
si las cosas no son mejor así,
escasas a propósito... Quizá,
quizá tienen razón los días laborables.

Jaime GIL DE BIEDMA, Lunes.

domingo, 27 de octubre de 2013

HOFFMANN - La entrada de Carlos V en Amberes

 

Hans Makart había logrado cierta fama en Viena con un enorme lienzo, La entrada de Carlos V en Amberes. ¡Y qué fama! Entre las hetairas desnudas, los maridos de la alta sociedad vienesa reconocieron o creyeron reconocer a sus esposas. Lo cual trajo como consecuencia divorcios, crímenes y suicidios. Para Hans Makart fue la campanada de la gloria.

Heinrich HOFFMANN, Yo fui amigo de Hitler, Luis de Caralt, Barcelona, 1955.

lunes, 21 de octubre de 2013

KANG: Ventosidad contrarrevolucionaria

 

Designaban a uno para hacer la autocrítica del grupo. El orador debía ser el que más necesitara la autocrítica.

En general, las sesiones no se ocupaban de grandes faltas. Lo más importante del procedimiento era respetar las formas. En especial, la referencia a las lecciones ejemplares de Kim Il Sung era indispensable. Ahora bien, estas sesiones se desarrollaban de una forma tan convencional que no nos las tomábamos demasiado en serio, a pesar del gesto severo de los agentes y del silencio riguroso que debíamos mantener. Con el menor incidente nos distraíamos, como niños cansados en un curso que no les concierne. Muchas veces ocurría que alguien se tiraba un pedo en medio de un discurso de autocrítica. Ese pequeño detalle era suficiente para que se rompiera por completo la apariencia de solemnidad que reinaba en la sala, lo que sacaba de quicio a los guardias. A veces hacían la vista gorda, como si no hubieran escuchado nada; otras:

—¿Quién se ha tirado un pedo? —gritaban furiosos—. ¡Que se ponga de pie el que se haya tirado un pedo!

Como no se movía nadie, los agentes insistían y resonaban las acusaciones. Su autoridad se poma a prueba. Nos obligaban a quedarnos quietos hasta que el criminal confesase. Cuando finalmente era identificado, se le empujaba hasta la mesa de autocrítica y debía pagar su pedo con un mea culpa y una semana de trabajo suplementario.

KANG Chol Hwan, Pierre RIGOULOT, Los acuarios de Pyongyang,  Amaranto, Madrid, 2005.


martes, 15 de octubre de 2013

TALESE: Señales de intento de violación

 

Las siluetas de los maniquíes de la Quinta Avenida han sido modeladas a partir de algunas de las mujeres más atractivas del mundo. Mujeres como Suzy Parker, que posó para los maniquíes de Best & Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los de Saks. El empeño de hacer maniquíes cuasihumanos y dotarlos de curvas es quizás responsable de la bastante extraña fascinación que tantos neoyorquinos sienten por estas vírgenes sintéticas. A ello se debe que algunos decoradores de vitrinas hablen frecuentemente con los maniquíes y les pongan apodos cariñosos, y que los maniquíes desnudos en un escaparate inevitablemente atraigan a los hombres, indignen a las mujeres y sean prohibidos en Nueva York. A ello se debe que algunos maniquíes sean asaltados por pervertidos y que una esbelta maniquí de una tienda de White Plains fuera descubierta no hace mucho en el sótano con la ropa rasgada, el maquillaje corrido y el cuerpo con señales de intento de violación. Una noche la policía tendió una trampa y atrapó al asaltante, un hombrecito tímido: el recadero.

Gay TALESE, Retratos y encuentros, Alfaguara, Madrid,  2010.

jueves, 10 de octubre de 2013

Ganador por descalificación

 

La vaca se desperezó aturdida, deslumbrada por el sol, tras una noche infame en la que se emborrachó dos veces: la primera, una mezcla de ginebra, vodka y tequila no lograron pasar del retículo y el rumen de su estómago, vomitando todo su contenido. Como buen rumiante volvió a beberse el líquido regurgitado, que fue absorbido en el omaso y fermentado en el abomaso, ocasionándole la segunda borrachera. Al despertar, se encontraba en mitad del desierto. Sin comprender cómo había llegado hasta allí, desorientada, miró el paisaje a su alrededor y exclamó: -¡Joder, me he comido todo el césped!.

El relato era "bueno y hasta underground", así que casaba a la perfección con la temática central de la edición de este año del certamen La Risa de Bilbao. Y por eso se llevó el primer premio del Concurso de Microcuentos del festival, fallado el pasado sábado. Pero el problema es que no era original, requisito recogido en las bases. De hecho, el texto presentado por Jaime Molina García bajo el título 'La Vaca' se "sustenta en la misma idea y tiene el mismo final que un chiste anónimo que se encuentra en varias páginas de Internet". Por eso, la organización ha procedido a descalificar al autor granadino, informático profesional y escritor aficionado, que incluso viajó hasta Bilbao para recoger el premio. El jurado hará público hoy mismo el nombre del nuevo vencedor del concurso, que saldrá de los nueve finalistas, y que se llevará el premio de un viaje al Caribe para dos personas.

Es la primera vez en las cuatro ediciones de este concurso que se detecta un caso de este tipo. El plagio fue descubierto el pasado martes por un grupo de aficionados a los premios literarios, que dio la voz de alarma a la organización de 'La Risa de Bilbao'.

El jurado del premio ha escogido un nuevo ganador entre los otros nueve microcuentos finalistas. Se trata del giennense Plácido Romero, y el cuento ganador se titula 'Felicidad en la maquila'.

En esta IV edición del Concurso de Microcuentos La Risa de Bilbao-Viajes Eroski se ha vuelto a batir el récord de participantes, superando los 416 presentados en 2012. Han sido un total de 432 los recibidos.

Koldo DOMÍNGUEZ,  Descalifican por plagio al ganador del concurso de microcuentos de La Risa de Bilbao

El Correo, jueves 10 de octubre de 2013

miércoles, 2 de octubre de 2013

S.T.T.L. Tom Clancy


El capitán de navío de la Marina soviética Marko Ramius vestía las ropas especiales para el Ártico que eran reglamentarias en la base de submarinos de la Flota del Norte, en Poliarni. Lo envolvían cinco capas de lana y tela encerada. Un sucio remolcador de puerto empujaba la proa de su submarino hacia el norte para enfrentar el canal. Durante dos interminables meses su Octubre Rojo había estado encerrado en uno de los diques —convertido en ese momento en una caja de cemento llena de agua— construidos especialmente para proteger de las severas condiciones ambientales a los submarinos lanzamisiles estratégicos. Desde uno de sus bordes, una cantidad de marinos y trabajadores del astillero contemplaba la partida de su nave con la flemática modalidad rusa, sin el más mínimo agitar de brazos ni un solo grito de entusiasmo.

Tom CLANCY, La caza del Octubre Rojo, Círculo de Lectores, Barcelona, 1987.

domingo, 29 de septiembre de 2013

CRICHTON: Puedes disfrutarlo o amargártelo

He pasado una gran parte de mi vida sintiéndome desgraciado —cuenta Connery—. Una mañana pensé: Tienes un día entero en perspectiva, y puedes disfrutarlo o amargártelo. Decidí que, ya puestos, más valía disfrutar.

Michael CRICHTON, Viajes y experiencias, Debolsillo, Barcelona, 2006.

jueves, 26 de septiembre de 2013

DeGENERES: When I first sat down to write

When I first sat down to write, I stared at the blank page and tried to think of some strategies for getting started. When I want a guest on my show to start talking and telling a good story, I ask them a question. So I asked myself a question that I would ask a guest: “When did you first fall in love with Tim McGraw?”

That didn’t get me anywhere and I quickly realized I shouldn’t ask myself questions that are so specific to Faith Hill.

So I asked myself a different question.“What made you take on the role of Precious?”

That didn’t work, either. So then I began to think about you, the readers. Who are you? What are you doing? What are you wearing? (Not in a weird way.) I thought it would help to put myself in your shoes for a moment. It always helps to think about other people instead of just ourselves.

Ellen DeGENERES, Seriously... I'm kidding, Grand Central, N.Y., 2011.

martes, 24 de septiembre de 2013

KING: ¡La novela!

  • Un niño descubre que su padre y madre están teniendo aventuras...
  • Un niño, ciego desde el nacimiento, es secuestrado por su abuelo lunático que...
  • Un adolescente se enamora de la mejor amiga de su madre y...
  • Un tímido pero dedicado profesor de una pequeña escuela y su atlética pero en gran parte analfabeta novia tienen una pelea tras...

Stephen KING, UR, 2009.

lunes, 23 de septiembre de 2013

S.T.T.L. Mutis

Todo comenzó cuando Maqroll se fue quedando en el puerto de La Plata y pospuso, por un tiempo indefinido, la continuación de su viaje río arriba. Se trataba, en esta navegación hacia las cabeceras del gran río, de encontrar alguna huella de vida de quienes compartieron, años atrás, algunas de sus miríficas empresas. Desalentado por la ausencia de la menor noticia sobre sus antiguos compañeros y con amargo sabor en el alma al ver cómo se agotaban las últimas fuentes que nutrían esa nostalgia que lo había traído desde tan lejos, concluyó que le daba igual quedarse allí, en el humilde caserío, o seguir remontando la corriente, ya sin motivo alguno que lo moviera a hacerlo.

Álvaro MUTIS, Un bel morir, Norma, Bogotá, 1992.

viernes, 20 de septiembre de 2013


APPY: Me arrastró y me sacó del agua


En 1994 viajó a Vietnam. Un día fue a la Playa China cerca de Danang, al atardecer se dio un baño y de repente se vio atrapado por una fuerte corriente.

"Pensé: ¡Qué absurdo! ¡Sobreviví a la guerra y ahora me estoy ahogando como un turista! No hacía mas que tragar agua y me veía realmente apurado. De pronto apareció justo frente a mí un hombre de unos cuarenta kilos, como un dardo. Lo primero que pensé fue: ¡Vietcong! Nos miramos frente a frente, sondeando cada uno el alma del otro, y al final aquel joven socorrista vietnamita me arrastró y me sacó del agua."

 Christian G. APPY, La guerra de Vietnam. Una historia oral, Crítica, Barcelona, 2009.

jueves, 19 de septiembre de 2013

ARENAS: Llorando de impotencia por no poder escribir

Lázaro se sentaba en la escalera del edificio, hablando solo, increpando al techo, diciendo cosas incoherentes. En esas ocasiones no conocía a nadie, ni siquiera a mí. Quería escribir y no podía hacerlo; a las dos o tres líneas soltaba el papel y lloraba impotente. Yo le decía que él era un escritor aun cuando nunca lograra escribir una cuartilla y eso lo consolaba. Quería que yo lo enseñara a escribir, pero escribir no es una profesión, sino una especie de maldición; lo más terrible era que él estaba tocado por esa maldición, pero el estado en que se encontraban sus nervios le impedía escribir. Nunca lo quise tanto como aquel día en que lo vi sentado frente al papel en blanco, llorando de impotencia por no poder escribir.

Reinaldo ARENAS, Antes que anochezca, Tusquets, Barcelona, 1992.

PIÑERA: El infierno

Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman, ¡las llamas de la imaginación! Más tarde, cuando ya nos miramos en los espejos porque nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia noz ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento. Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente rechazamos tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre? 

Virgilio PIÑERA, El infierno.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

S.T.T.L. Martí de Riquer

 

Don Quijote no fue caballero por tres razones: porque estaba loco, porque era pobre y porque una vez recibió por escarnio la caballería. Aunque hubiera recobrado la razón y aunque hubiera allegado una cuantiosa hacienda, el hidalgo manchego jamás hubiera podido ser armado caballero, porque una vez, contra lo legislado en la Segunda Partida, recibió la caballería por escarnio.

Obsérvese que toda la novela transcurrirá acomodada a este equívoco inicial. Las personas sensatas que toparán con don Quijote comprenderán al punto que se trata de un loco que se figura que es caballero. Sólo los rústicos, como los cabreros, los chiflados, como el primo, o los tontos, como doña Rodríguez, se tomarán en serio la caballería del hidalgo manchego. Y también Sancho Panza, a pesar de su sentido común. Pero Cervantes ha sido muy hábil, y ha colocado el episodio del "armazón" de la caballería antes de que en la novela aparezca el escudero. Si Sancho hubiese estado en la venta cuando don Quijote fue armado hubiera visto la realidad: que aquello era venta y no castillo, que el ventero no era ningún castellano y que toda la escena fue una farsa.

La novela se basa, pues, en un error, producto de la locura del protagonista, que, como buen monomaníaco es un hombre sensato, prudente y entendido en todo menos en lo que afecta a su desviación mental. Don Quijote, hombre bueno, inteligente, de agudo espíritu, de un atractivo sin límites y admirable conversador, sólo denuncia su locura al creerse caballero y al amoldar cuanto le rodea al ficticio y literario mundo de los libros de caballerías.

Martín de RIQUER, Aproximación al Quijote,  Salvat, Barcelona, 1969.