Designaban a uno para hacer la autocrítica del grupo. El orador debía ser el que más necesitara la autocrítica.
En general, las sesiones no se ocupaban de grandes faltas. Lo más importante del procedimiento era respetar las formas. En especial, la referencia a las lecciones ejemplares de Kim Il Sung era indispensable. Ahora bien, estas sesiones se desarrollaban de una forma tan convencional que no nos las tomábamos demasiado en serio, a pesar del gesto severo de los agentes y del silencio riguroso que debíamos mantener. Con el menor incidente nos distraíamos, como niños cansados en un curso que no les concierne. Muchas veces ocurría que alguien se tiraba un pedo en medio de un discurso de autocrítica. Ese pequeño detalle era suficiente para que se rompiera por completo la apariencia de solemnidad que reinaba en la sala, lo que sacaba de quicio a los guardias. A veces hacían la vista gorda, como si no hubieran escuchado nada; otras:
—¿Quién se ha tirado un pedo? —gritaban furiosos—. ¡Que se ponga de pie el que se haya tirado un pedo!
Como no se movía nadie, los agentes insistían y resonaban las acusaciones. Su autoridad se poma a prueba. Nos obligaban a quedarnos quietos hasta que el criminal confesase. Cuando finalmente era identificado, se le empujaba hasta la mesa de autocrítica y debía pagar su pedo con un mea culpa y una semana de trabajo suplementario.
KANG Chol Hwan, Pierre RIGOULOT, Los acuarios de Pyongyang, Amaranto, Madrid, 2005.