Hay asuntos que exigen distancia. Por más que te golpeen el trigémino y no puedas borrarlos de la cabeza. Allí donde entra la muerte es menester un lenguaje de respeto; no exactamente frío sino medido, entre cerebral y sanguíneo. Si eres capaz. Donde reina la muerte se exige distancia. Ocurrió bien avanzado el mes de diciembre, cuando unos chavales creciditos de cuerpo y achicados del resto quemaron viva a una mendigo. Desde entonces llevo recogiendo los datos que puedo y jamás me he preguntado el por qué lo hicieron. Sólo me obsesiona el cómo, quizá porque explicando el proceder se hace innecesario buscar segundas o terceras lecturas, psicológicas o de sociología pedestre. Ricard Pinilla Barnes y Oriol Plana Simó, de 18 años, malos estudiantes del Instituto Menéndez Pelayo en la barcelonesa Vía Augusta, de familias asentadas del barrio Sarrià-Sant Gervasi iniciaron la noche del jueves 16 de diciembre una de sus prácticas habituales frente al tedio: montarles un pollo a los mendigos. Quizá porque los mendigos son más o menos como ellos: mientras unos viven de la pródiga paciencia familiar, una caridad que los mantiene en sus casas, cuando tenían que haberlos echado a la basura de la vida el mismo día que cumplieron la mayoría de edad, el mendigo profesional sobrevive de la caridad a secas. Las diferencias más notables entre el pijo de familia bien y el mendigo crónico del siglo XXI se reducen al olor que desprenden y a las razones por las que visitan las oficinas de La Caixa. Los mendigos huelen mal y pernoctan en los cajeros; los muchachos huelen a choto de marca y saben utilizar el cajero con la tarjeta amarilla que les avalaron sus padres. Hoy sabemos que entre los hábitos de diversión de estos chavales, y otros muchos que no aparecen en los papeles, estaba el embroncar a los mendigos. Según testimonios de otros muchachos, tanto Ricard Pinilla como Oriol Plana gustaban de orinar encima de los marginales del cartón y la manta mugrienta. Al parecer es una práctica que tiene su aquel. Si agredes a un marginal y le echas la meada, la gracia está en grabarlo con tu móvil y luego proyectarlo a los amigos y tomarse unas birras descojonándose al reconocerte; algo así como los invitados a las bodas con las viejas fotos de familia, pero en plan colega. Una colleja aquí y una patada en los cojones allá, y “pa morirse de la risa”. “Una gracia que te cagas”. Tenían querencia por el cajero de La Caixa en la calle Guillermo Tell, quizá por cercanía; el joven Ricard Pinilla es cliente y casi vecino de la sucursal. Con absoluta impunidad y sin preocuparles para nada que sus gestas quedaran grabadas en video, después de cenar y tomarse alguna copa hicieron ejercicio de dedos y patitas echándole viajes a la mendiga que practica allí su pernocta. Ella se llama María Rosario Endrinal Petit, tiene 51 años y el que parece ser el secreto mejor guardado es que trabajó como secretaria en La Caixa, la misma empresa en la que dormirá cada noche después de haberse desplomado el andamio de su vida, demasiado frágil para aguantar amores frustrados y alcoholes deleznables. (Pido disculpas por citar a La Caixa de manera neutral y sin los elogios de rigor, y más aún llamándola empresa, nombre común muy alejado de su importancia institucional, emancipatoria y cultural; prometo corregirme). Las cámaras muestran que los dos muchachos se tiran un buen rato agrediendo a Maria Rosario, tirándole primero una naranja, luego un cono de esos que ponen los de Tráfico, más tarde una botella vacía y hasta la tapa de una wáter. Para cagarse, nunca mejor dicho, de la risa que les entra. La noche es larga y se van de juerga porque ella puja y al final ha conseguido echar el cierre de seguridad para dormir tranquila. El destino es un hijo de puta que se disfraza de dios griego, porque de no ser así quién podría imaginar a esta malhadada mujer, una mujer que en el video conserva cierto aire de ajada belleza, porque quien tuvo retuvo, una melena rizada con vuelo, imagino que apestosa, un rostro grato y un gesto de dignidad dentro de la miseria más absoluta que es no tener nada habiendo rozado con uñas de gata la gloria postinera. No es piedad lo que siento por ella, porque piadoso no soy, es emoción de saber que ese rostro, apenas dibujado en un video torpe, tiene un halo de vida que se va a apagar definitivamente dentro de unas horas. Porque los chicos vuelven. Y se traen un socio, Juan José, un pringao quinceañero, de familia más humilde, al que reclutan porque comparten cibercafé. Los tres son adictos a la consola y el videojuego hasta el punto que se les conoce por sus motes, por los nicks.El pijo guaperas, rubianco y con bomber, y el aspecto arrogante que dan sus guantes de cuero con los dedos al aire, se hace llamar Vader, como el malote de La guerra de las galaxias. Los otros dos, más cutrillos, Chapa y Jumero, respectivamente. Como el nuevo no participó en la primera etapa de acoso y derribo, hace de rata para meterlos en la guarida y le da al cristal hasta despertar a la vieja – a sus 51 años y con una hija de 24 a la que ni ve ni quieren, porque la vida cuando se derrama ya no deja ni una gota para el sentimiento y porque los tangos son hermosos de cantar pero castigan el esternón cuando te los encuentras por la calle o en un cajero- y Maria Rosa se levanta y le abre al chico, que dice querer sacar pasta y aprovecha para pedirle al chaval un cigarrillo, por el despertar abrupto, se supone, y que por supuesto no le da. Juan José levantará el pestillo que va a abrir las puertas del infierno. Detengámonos un momento en la secuencia, porque se trata de una filmación en vivo, sangrante, más criminal que un video sobre la pena capital. Aquí todo es real y los actores no actúan sino que viven y les importa una higa que La Caixa les filme el culo o sus jetas. Entran cuando pasan de las 4 de la madrugada, exactamente 29 minutos y 45 segundos, y allí están – ¿haciendo qué?- hasta que al borde de las 5 de la mañana el pringao menor de edad mete una garrafa de disolvente, 25 litros, en la que llama la atención una advertencia para analfabetos: líquido inflamable. ¿De dónde lo sacaron? De unas obras vecinas, aseguran. Difícil, porque esas cosas no se dejan por ahí. Pero qué ocurre, y no nos han dejado ver, entre la entrada de esos energúmenos por segunda vez y la introducción del disolvente. Son 28 minutos y 28 segundos. Qué humillaciones, golpes, denuestos, torturas no le habrán hecho a esa pobre dipsómana desvalida, entregada al puto destino bajo la forma de tres criminales versión posmoderna, gente que ríe y que se aburre porque carece de imaginación cuando se apaga la consola. Y todo estalla de pronto cuando van a dar las 5 y el fuego, que nunca purifica nada, se lo lleva todo virando a rojo y negro, como una vieja bandera. María Rosa Endrinal Petit murió quemada a las nueve de la mañana del sábado, 17 de diciembre, en un hospital donde no pudieron hacer ya nada. Los muchachos se fueron a sus casas y tras cambiarse de ropa continuaron con su vida normal, o al menos eso que llamamos normal. Bastó repasar los videos del cajero para trincarles. Y entonces todo fueron sorpresas y perplejidades. Siguiendo el principio canalla que instituyó persona tan principal como Albert Camus, según el cual puesto en el dilema de escoger entre la verdad y su madre, siempre se decantaría a favor de su madre, los familiares empezaron el período de pálidas inquietudes, que es el paso previo a las dudas razonables y peldaño obligado para subir a la negación absoluta de los hechos. “¡Pobres criaturas, cómo iban a ser capaces de hacer una cosa así!”. “Unos tontos, eso es lo que son, unos tontos, que por culpa de la absenta y otros alcoholes malignos se volvieron tarumbas”. Lo expresó el padre culto y biendicho de uno de los verdugos, y sé de seguro que dentro de unas semanas se referirán, él y sus benditos abogados, al linchamiento mediático y a los juicios paralelos de los medios de comunicación. Luego las triquiñuelas del oficio de letrado bien remunerado, que empieza cuestionando el video y la garrafa de disolvente, y acaba culpando a la mendiga de haberles abierto la puerta incitándoles al crimen. “Se les fue la mano, a los muy tontos”. ¿Qué mano se les fue?, no lo precisan. Dentro de unos meses no se acordará nadie. Los niñatos saldrán y se harán buenos aunque sólo sea por el susto. Hace tres años y en una plaza de esta ciudad otros graciosos quemaron a un negro de Ghana y se murió asado; el único imputado salió libre por falta de pruebas. Hace otros tantos un puñado de siete gilipollas grabaron sus hazañas hasta hartarse dando mamporros a mendigos perdedores, la hez de una sociedad donde el triunfo se llama éxito y al éxito se dice triunfo, pero llegaron a un acuerdo y el asunto se resolvió entre caballeros, porque los padres somos generosos con quienes nos atienden los pelillos que van a la mar que es olvidar. Hubo un tiempo en que matar era divertido. En el circo romano sin ir más lejos. Los autos de fe de la Inquisición constituían auténticas fiestas, donde era de buen tono contemplar la atrocidad del dolor entre ágapes y bailes; espectáculos de diversión sobre materiales vivos. Las matanzas de la Guerra Civil, las sacas de las prisiones por uno y otro bando fueron festejadas por numerosos paisanos que jaleaban la barbarie entre risas y cantos. En la lucha contra el aburrimiento la primera condición para divertirse con la muerte de otro consiste en quitarle su condición de igual. Si no somos iguales estás en el derecho a divertirte a su costa, incluso al precio de la vida, porque al fin y a la postre, su vida es una mierda y no merece la pena entre dos bostezos.
Gregorio MORÁN, Matar vuelve a ser divertido.
La Vanguardia, sábado 14 de enero de 2006.