Lázaro se sentaba en la escalera del edificio, hablando solo, increpando al techo, diciendo cosas incoherentes. En esas ocasiones no conocía a nadie, ni siquiera a mí. Quería escribir y no podía hacerlo; a las dos o tres líneas soltaba el papel y lloraba impotente. Yo le decía que él era un escritor aun cuando nunca lograra escribir una cuartilla y eso lo consolaba. Quería que yo lo enseñara a escribir, pero escribir no es una profesión, sino una especie de maldición; lo más terrible era que él estaba tocado por esa maldición, pero el estado en que se encontraban sus nervios le impedía escribir. Nunca lo quise tanto como aquel día en que lo vi sentado frente al papel en blanco, llorando de impotencia por no poder escribir.
Reinaldo ARENAS, Antes que anochezca, Tusquets, Barcelona, 1992.