Tallal había visto cuanto había que ver. Empezó a sollozar como un animal herido; luego se dirigió a un altozano y se quedó allí quieto sobre su yegua, tiritando y con la mirada puesta en los turcos. Me acerqué a él para hablarle, pero Auda me cogió de las riendas y me detuvo. Muy lentamente, Tallal se tapó la cara con su pañuelo, y de pronto pareció dueño de nuevo de sí mismo, porque clavó las espuelas en los flancos de su yegua y arrancó al galope, inclinado hacia delante y bamboleándose en la silla, derechamente al grupo principal del enemigo.
Fue una larga cabalgada por una suave pendiente y a través de una hondonada. Nos quedamos allí quietos como piedras, mientras él se abalanzaba hacia su objetivo, con el ruido de sus cascos tamborileándonos extrañamente fuerte en los oídos, porque habíamos dejado de disparar y los turcos se habían detenido. Ambos ejércitos lo esperaban, y él siguió avanzando en medio del calmo atardecer hasta quedar a poca distancia del enemigo. Entonces se enderezó en la silla y profirió su grito de guerra: "¡Tallal! ¡Tallal!", dos veces, con tremenda voz. Al instante, los rifles y ametralladoras empezaron a disparar, y él y su yegua, atravesados por múltiples balas, cayeron muertos entre las puntas de las lanzas.
T.E. LAWRENCE, Los siete pilares de la sabiduría, Ediciones B, Barcelona, 1997.