Fue enterrado con poco acompañamiento en el cementerio de una iglesia de Hanover Square, y de allí fue robado unos días después para ser vendido al profesor de anatomía de la Universidad de Cambridge, precisamente donde él había estudiado. Al parecer, cuando ya estaba acabando la disección del cuerpo, uno de dos amigos a quienes el profesor había invitado a presenciar la sesión, descubrió por azar el rostro del muerto y reconoció a Sterne, a quien de hecho había sido presentado no hacía mucho. El invitado se desmayó, y el profesor, al enterarse de a qué ilustre gloria había sometido al escalpelo, se cuidó de que al menos el esqueleto fuera conservado. En la colección de huesos cantabrigense se ha intentado identificar más de una vez su calavera, pero sin éxito, por lo que en verdad se ignora dónde yace el buen Laurence Sterne. Probablemente a él no le habría importado, pues si bien dijo, al echársele la muerte encima, que le "habrían gustado otros siete u ocho meses... pero sea como Dios lo quiera".
Javier MARÍAS, Vidas escritas, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996.