Se veían asiáticos de nariz aguileña y cejas espesas, mardaítas de Siria y Líbano, con sus largas camisas terminadas en flecos azules; turcos de Vadar, con sus turbantes cónicos; babilonios de larga caballera extendida en cascada por la espalda; sirios con chalecos de carnero adornados con volutas de cuero; tracios de espesos bigotes; búlgaros rasurados, con la cara brillante untada con grasa de caballo, que apesta a medida que avanza el día; rusos de largos mostachos colgantes, despuntados cuando el sujeto tiene deudas; armenios de nariz ganchuda; valacos llegados del Pindo, con sus tatuajes en el dorso de las manos, por los que se distingue el clan al que pertenecen; eslavos de Tesalia y Tesalónica, de caras anchas y mirada afable; árabes del Éufrates que palpan con la mirada los traseros de las paseantes; mujeres de Persia enfundadas en sus largos mantos azules que sólo dejan al descubierto los ojos negros, de mirada profunda; jázaros y pechenegos; lombardos, genoveses, catalanes, pisanos, vestidos cada cual según su moda y costumbre de su nación. Paseando entre ellos, el visitante puede oír, en sólo un día, cuantas lenguas pueblan el orbe.
Juan ESLAVA GALÁN, Los dientes del dragón, Devir, Barcelona, 2004.