No voy a demorarme con infames explicaciones. Tan sólo diré que salí de casa. Unos minutos, unas horas. Poco importa. Nunca debí abandonarla tan descuidadamente, pero lo hice. Cuando regresé, ya había alguien dentro.
Pasé algún tiempo buscando otra vivienda. Todos han sufrido por esas dificultades y no voy a relatar lo que padecí todos y cada uno de esos largos, eternos días de indigencia. Vi aquella vieja casa, la que estaba pintada de verde. Juro que creí que estaba vacía. La estuve vigilando durante mucho tiempo y nada me hizo sospechar que allí vivía alguien.
Comencé a golpear la puerta. Se me resistía. No conseguía forzarla. Me estaba haciendo daño en el hombro. Me paré unos instantes a descansar. Quizá pensé que en unos minutos tendría de nuevo una mullida cama donde tenderme. Escuché un ruido en el interior. La puerta se abrió y apareció un hombre pequeño, canoso, despeinado. Tenía los ojos enrojecidos, como si se hubiera despertado de un sueño milenario. Me miró aprensivo; tenía algo en la mano. Le dije que creía que no había nadie en la casa. Le pedí disculpas. No respondió; de hecho, llegué a pensar que no hablaba mi idioma. Volví a insistirle: lo lamentaba. Cuando cerró la puerta, me di cuenta de que, inmediatamente, en el segundo piso, se subía una persiana.
Desde entonces sigo buscando. Es difícil encontrar casas vacías.
Andrzej NOWAK (ed.), Pequeña Polonia, El Olivo, Jaén, 2011.