Ibrahim, príncipe de Shirvan, besó la ínfima grada del trono de su conquistador. Sus ofrendas de sedas, de alhajas y de caballos constaban, según es uso de los tártaros, de nueve piezas cada una. Un espectador observó que sólo había ocho esclavos. El noveno soy yo, declaró Ibrahim. Su lisonja mereció la sonrisa de Tamerlán.