Por la noche, mientras los soldados rusos se entregaban al descanso, otro ejército se ponía en marcha. Pequeños grupos de veinte o treinta hombres, a menudo más reducidos aún, atravesaban las líneas enemigas camino del oeste. Eran los soldados más duros, que en modo alguno deseaban verse prisioneros de los rusos. La mayoría de ellos eran elementos jóvenes o soldados con muchos años de experiencia en el combate. Se calcula que unos cincuenta mil eludieron la captura por este procedimiento. Cruzaron el Beresina en su marcha hacia el oeste, en busca de las propias líneas. Durante el día se quedaban al acecho, descansando, no lejos de las carreteras y de las vías férreas, atacando los convoyes de aprovisionamiento enemigos y las cocinas de campaña. Luego, al amparo de la oscuridad, caminaban por los espesos bosques, persiguiendo y siendo acosados. Cuando no había suerte, comían lo que daba el terreno, robaban animales domésticos de los corrales, bebiendo el agua de los arroyos y de las charcas. Las horas de luz eran consagradas al reposo; la noche les brindaba cierta seguridad para la marcha y la busca de alimento.
Paul CARELL, Tierra calcinada, Inédita Editores, Barcelona, 2007.