Nuestro campamento fue despertado por los cuernos de las compañías de caudones: la batalla se iniciaría pronto. Angol Mir, el guía del asser, nos preparó para el combate: encendió un hachón con madera de takaro y lo pasó por encima de nuestras cabezas, purificándonos. El comandante caudón que iba a dirigirnos durante la batalla daba vueltas, impaciente.
Cuando el hachón se hubo consumido, pasamos por nuestro hanach un cuenco de satir, del que todos –excepto el caudón– bebimos el sorbo ritual. Nuestro cuerpo se llenó de fuerza: ahora estábamos preparados para morir en la próxima batalla.
Fuimos a los establos para preparar nuestro tilik, que ellos llaman en su lengua mûmakil, le dimos hierba y wain y, después, le colocamos el kaab sobre el espinazo.
De nuevo sonaron los cuernos y nos pusimos en marcha. Durante la noche, los caudones, oprimidos por los látigos de sus comandantes, habían construido en Osgiliath un puente de maderas oscuras apoyadas sobre barcas y pilares ruinosos. También habían erigido torres para asaltar los muros de la Ciudad, que, ahora, vimos a lo lejos por vez primera . Resplandeciente, amenazante.
Cruzamos el puente, que resistía voluntarioso el paso de decenas de mûmakil. Miles de caudones atravesaban el río en barcazas y algunos, obligados por los oficiales, a nado. Subidos en el kaab, nos sorprendimos al descubrir que las aguas estaban cubiertas por las cuadrillas del Amo.
–Eh, vosotros, haradrim –nos gritó el comandante caudón en la lengua común–, traed acá vuestra bestia.
El Capitán Negro había dado órdenes de arrastrar las torres de asalto con los mûmakil, de llevarlos hasta los muros de la Ciudad. Se decía que los muros de esa ciudad nunca habían caído, pero los caudones, en su soberbia, creían que la arruinarían en una sola jornada.
Angol Mir dirigió el anclaje de la torre al mûmakil y le gritó al comandante caudón que ya podíamos avanzar. A nuestro alrededor decenas de mûmakil como el nuestro arrastraban hasta los altos muros las torres de asalto; de otras tiraban torpemente cuadrillas de caudones. Los kabaros comenzaron a ser tocados por los asser de los haradrim; los caudones respondieron con sus cuernos y sus gruñidos, que emitían para darse ánimos.
Los graznidos de los zeyis, que ellos llaman nâzgul, se escuchaban sobre nuestras cabezas. El cielo estaba rojo, tal vez a causa de alguna funesta magia del Amo. Era un preludio de la sangre que correría ese día.
Julián RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, Libretas, Editoral Almotacén, Córdoba, 2011.