Una tarde templada miré por la ventana y vi, bajo los plátanos de la acera opuesta, unos sesenta jóvenes, a quienes reconocí como un grupo migratorio que cruzaba nuestra ciudad. No siempre era fácil reconocer estos grupos, a menos que fueran tantos como esta vez, porque si se veían dos, o tres o cuatro miembros de uno de estos grupos, separados de los demás, podría suponerse que eran estudiantes como los que solían verse aún, aunque cada vez en menor número, en nuestra ciudad. También podían ser hijos de gente del barrio. Vistos en conjunto, en cambio, eran inconfundibles, se los reconocía al instante. ¿Por qué? No, no era solo que una masa de gente joven en aquellos días no pudiera representar otra cosa. Era que habían renunciado a la individualidad, esto era lo esencial, al criterio individual y a la responsabilidad individual, hecho que se revelaba de mil maneras; una, por ejemplo, muy importante, era nuestra reacción instintiva al encontrarnos frente a ellos, una reacción de aguda aprensión, porque reconocíamos que en una confrontación, si acaso se llegase a ella, se dictaría la sentencia de la jauría. No soportaban quedarse solos mucho tiempo. La masa era su hogar, el lugar donde se reconocían a sí mismos.
Doris LESSING, Memorias de una superviviente.