Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

jueves, 24 de abril de 2014

YOURCENAR: En los peores momentos

En los peores momentos de desaliento y de atonía, iba a ver en el hermoso Museo de Hartford (Connecticut) una hermosa tela romana de Canaletto: el Panteón ocre y dorado recortándose contra un cielo azul, al final de una tarde de verano. Después de contemplarla, me sentía más serena y reconfortada.

Marguerite YOURCENAR, Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, Círculo de Lectores, Barcelona, 1988.

miércoles, 9 de abril de 2014

jueves, 3 de abril de 2014

BUKOWSKI: Azul


Aquel tipo de la bata se acercó y me entregó una tarjeta. Leí: LABORATORIO DE ANÁLISIS MENGELE, o algo así.

–Veo que es usted bebedor –me dijo, señalando mi carga de botellas de cerveza y el whisky.

Iba a aullarle que se metiera en sus asuntos, pero siguió hablando.

–Estamos realizando un estudio muy serio. Intentamos conseguir una pastilla para luchar contra la dipsomanía.

–¿La dipsoqué?

–La tendencia a beber que tiene alguna gente.

Iba a mandarle a la mierda cuando añadió que pagaban cincuenta pavos a la semana por tomarme unas pastillas. Sólo eso. No sé si aquellas putas pastillas me curarían la dipsoquesea, pero al menos me financiarían la bebida: Johnny, el de la licorería, ya no me fiaba.

Fuimos a una furgoneta y el hombre me entregó un bote lleno de pastillas naranjas.

–Tiene que tomarse tres cada día y entonces pasarse por la clínica.

Había allí una enfermera con unas buenas piernas. Me gustaría acariciarle el nailon. Quizá lo hiciera.

–¿Y los cincuenta pavos?

Me entregó veinticinco y me dijo que el resto me lo darían en la clínica.

–¿Cuál es su nombre?

–Booker T. Jackson.

La muchacha me miró con extrañeza.

–Mi padre estaba a favor de los derechos de los negros y todas esas mierdas. Me cambiaría el nombre si tuviera tiempo de ir al registro.

Le tiré el carné de conducir que le había arrancado a aquel negro del ferrocarril. Aquello pareció contentarle.

Fui a casa y abrí una cerveza. Me tomé una pastilla. No estaba mala. Puse a Mahler en la radio y me tendí en el sillón. Podría estar tirado allí durante cuatro días.

El sexto día me acordé de la clínica. Me debían veinticinco dólares. El bote tendría todavía unas doce o trece pastillas: me las había ido tomando cuando me dejaba la borrachera. Me las metí en la boca y ayudé a introducirlas con un sorbo de whisky.

La maldita clínica estaba al otro lado de la ciudad. Pasé más de dos horas en nueve autobuses, hasta que uno me dejó a siete manzanas. Cuando faltaban tres manzanas, comenzó a llover. El sol salió cuando llegaba a la puerta.

Entregué en recepción el papel que me había dado el doctor Mengele y me metieron en una habitación. Una enfermera gorda me sacó algo así como medio litro de sangre.

–¿Ha notado alguna reacción extraña?

–No.

–¿Ha seguido con sus hábitos?

¿Qué cojones quería decir?

–¿Sigue bebiendo, señor Jackson?

–Sí.

Me entregó un bote lleno de pastillas negras. Aquello tenía mala pinta.

–Tiene que tomar estas una vez al día. Venga dentro de dos semanas.

–¿Dónde está mi pasta?

–¿Qué?

–El dinero. Me dijeron que eran cincuenta a la semana.

–Vaya a recepción.

Sí, allí me entregaron los veinticinco que ya me había ganado y otros cincuenta. Aquella chica de recepción sí que estaba bien.

–¿Dónde está la enfermera que iba con Mengele? –le pregunté.

Me miró sin responder. Me imaginé pasar un día con las dos. Me entregó un nuevo papel y salí. Otra vez estaba lloviendo.

Cuando conseguí llegar al piso, estaba cargado de cervezas, whisky. Trataría de pasar la semana encerrado. Me tomé una de las pastillas negras y luego eché un trago de cerveza. Sabía a rayos. Era como si hubieran licuado basura. Vomité. Sorbí un poco de whisky y me di cuenta de que podía tragarlo. No sabía a whisky, sabía a aguarrás, pero al menos me lo podía beber.

La enfermera gorda me había dicho que los análisis de sangre eran para acreditar que me hubiera tomado las pastillas y comprobar los efectos. Por eso seguí tomando las malditas píldoras negras. Poco a poco conseguí tomar cerveza sin tener que ir a vomitar y pronto me acostumbre a aquel sabor a podrido.

Siete y ocho días después, cuando fui al cuarto de baño, me di cuenta de había cagado una mierda azul, azul celeste, que casi brillaba. No podía creérmelo. He visto muchas cosas en mi vida, pero nunca una mierda azul.

Fui a la tienda del señor Lee y llamé a la clínica. Me acabaron poniendo con el propio doctor Mengele.

–¿Qué cojones me están dando? ¡Hoy he cagado azul!

La señora Lee me miraba asustada. Yo seguí gritándole a Mengele durante un rato. Finalmente me dijo que comprara en la farmacia un bote de muestras y que le llevara un poco de mi mierda azul.

–Un bote de muestras –me repitió.

Aquello sería fácil. Sabía donde encontrar uno. Vi a Harry por la calle y le quité su bote de muestras. Siempre llevaba consigo el puto bote. Lo vacíe de los meados de Harry y fui a mi casa. No tenía ganas de cagar.

Me tragué tres pastillas negras y comencé a beber cerveza. De madrugada me entraron unas ganas tremendas. Me golpeé con todos los muebles de la casa, busqué el puto bote de muestras y al final lo encontré caído en el suelo. Lo llené de una buena muestra de mierda azul celeste.

Después, en la cama, pensé que quizá me había engañado el doctor Mengele. Estaba experimentado con pastillas para colorear mierdas. Los excrementos marrones están muy vistos. Las mujeres, lo mismo que se pintaban las uñas, el pelo o los labios, podrían elegir el color de sus mierdas. Aquello haría millonario al maldito Mengele.

A la mañana siguiente conseguí llegar a la clínica tomando sólo seis autobuses, que me dejaron a dos manzanas de distancia.

–Busco a Mengele –le ladré a la recepcionista–. ¿Dónde está Mengele?

Me acompañó a su despacho. Le di el bote de muestras y lo tomó como si fuera un tesoro. El doctor Mengele lo puso encima de la mesa, lo abrió y comenzó a tocarlo con uno de esos palos que utilizan los médicos para sujetarte la lengua. Allí estaba la enfermera joven del primer día, con una minifalda aún más corta, y la enfermera gorda que me había sacado sangre.

–Muy interesante –dijo el doctor Mengele–, muy interesante.

Todos miraban con curiosidad el bote lleno de mierda azul. Era como si hubieran encontrado oro en un río de Alaska.


Charles BUKOWSKI, Erecciones, eyaculaciones,exhibiciones. Relatos de la locura cotidiana, Anagrama, Barcelona, 1978.

miércoles, 2 de abril de 2014

martes, 1 de abril de 2014

DE FELIPE: No hay otro libro que sea necesario leer

En 1854, el predicador metodista James B. Finley se preguntaba "si la gran multiplicación de los libros no ha tenido una tendencia maliciosa en desviar la mente de la Biblia". Este tipo de valoración se convertiría con el tiempo en una de las principales tradiciones del evangelismo, como puede comprobarse en el parlamento que Maynard Shipley, el tres veces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, proclamó ante una reunión de adventistas en 1924: "Sería mejor destruir todos los libros que se hayan escrito y salvar únicamente los tres primeros versículos del Génesis". O como señalaba el diputado por Georgia (y hechicero imperial del Ku Klux Klan) Hiram W. Evans en aquella misma época: "Leed la Biblia: ella os enseñará cómo obrar. No hay otro libro que sea necesario leer".

Fernando DE FELIPE, Barton Fink. Estudio crítico, Paidós, Barcelona, 1999.