Estaba casi indigente —tal vez tenía seis libras— cuando me fui a Londres para instalarme como escritor. Durante cinco meses me dio asilo en un oscuro sótano en Paddington un primo mayor que respetaba mi ambición; él era muy pobre, estudiaba leyes y trabajaba en una fábrica de cigarrillos.
Nada sucedió con mi escritura durante esos cinco meses; nada sucedió durante los cinco meses siguientes. Y luego un día, en la profundidad de mi depresión casi permanente, comencé a ver lo que podría ser mi material: la calle urbana de cuya vida mixta nos habíamos mantenido alejados, y la vida rural anterior, con los modos y maneras de una India recordada. Parecía fácil y obvio cuando lo encontré; pero me había tardado cuatro años en verlo. Casi al mismo tiempo me llegó el lenguaje, el tono, la voz para ese material. Era como si voz y asunto y forma fuesen partes uno de otro.
Una parte de la voz era la de mi padre, de sus relatos de la vida rural de nuestra comunidad. Parte era del anónimo Lazarillo, de la España de mediados del siglo XVI. La voz mixta funcionaba. No era totalmente mía cuando me llegó, pero no me sentía incómodo con ella. De hecho, era la voz de escritura que me había esforzado en encontrar. Pronto me fue familiar, era la voz que estaba en mi mente.
V.S. NAIPAUL, Leer y escribir, Dos mundos, Debolsillo, Barcelona, 2011.