Durante la mañana desconectaba el teléfono; aunque, para evitar que los no iniciados molestaran con llamadas intempestivas al maestro mientras trabajaba, mi número era secreto. Me senté a la vieja mesa de refectorio que utilizaba como escritorio; era de madera de roble de veinte centímetros de grosor y la había comprado en un antiguo monasterio de la Alta Hungría. Encendí una lámpara de luz potente —trabajaba con luz artificial incluso de día— y estuve leyendo media hora una obra de reciente publicación. En aquella época, el correo me traía cada día una incómoda cantidad de libros, ejemplares que me enviaban los autores. Luego, durante una media hora más, leí otras cosas, sobre todo volúmenes de historia (en esos días me interesaba mucho todo lo relativo al settecento). A lo largo de las paredes de mi despacho se alineaban estanterías hasta el techo con unos seis mil libros —la mayoría en lengua extranjera, francés y alemán— ordenados sobre los estantes; cada seis meses tiraba los que me parecían superfluos. Tenía muchos diccionarios y enciclopedias. Coleccionaba todo tipo de diccionarios que explicaran las correlaciones y los orígenes de la lengua húngara. En el despacho reinaba un silencio absoluto. Me puse a escribir.
Sólo redacté unas líneas, a mano, y luego pasé rápidamente a máquina lo que había escrito; al copiar, corregía el texto. Con este método de trabajo, el libro o la obra de teatro que estuviera escribiendo avanzaba una página al día. De treinta a treinta y cinco líneas, nunca escribía más de un tirón; a veces dejaba el manuscrito a media frase y al día siguiente la continuaba con el mismo aliento. Era el método de trabajo que más se adecuaba a mi sistema nervioso. Lo cierto es que en esto era muy estricto y siempre cumplía con la tarea diaria; una única página manuscrita. Ni algún que otro exceso, haber bebido vino la noche anterior, u otras tareas pendientes; nada me impedía sentarme al escritorio a las once de la mañana y escribir aquellas pocas líneas. Esa página diaria era lo que justificaba y daba sentido a mi vida y mi trabajo. Sin embargo, primero tenía que estar un buen rato leyendo las páginas escritas los días anteriores para volver a escuchar el ritmo y la melodía del texto. Sólo consideraba como trabajo propiamente dicho aquellos escasos renglones escritos en unos pocos minutos de la mañana con un esfuerzo nervioso, pero pleno. Todo lo demás, lo que escribía luego, por la tarde o por la noche —pequeños ensayos,crónicas costumbristas o artículos para el diario del que era colaborador fijo, o relatos y reportajes para algún semanario—, lo hacía con una sola mano, fumando, sin poner mucha atención. El trabajo eran esas pocas líneas escritas por la mañana.
Sándor MÁRAI, Lo que no quise decir, Salamandra, Barcelona, 2016.