Regau fue a visitar la villa del director de la fábrica y volvió encantado.
-Tiene un aparato de radio maravilloso. Hoy es domingo y en media hora retransmiten la Sinfonía en re menor de Bruckner. ¿Vamos a escucharla?
-En Magnitogorsk, pozo siete, seguro que no nos tocarán una sinfonía. ¡Vamos!
Preguntamos a Mokassin si quería venir con nosotros. Se armó de café y coñac y nos fuimos para allá.
Nos sentamos en los butacones y pusimos los pies encima de la mesa. Nunca volvería a vivir nadie allí. Regau, bastante entendido, nos explicó a Mokassin y a mí lo que íbamos a escuchar. Hizo especial hincapié en el cuarto movimiento, en el que el tema de los instrumentos de viento, en forma de coral, se introduce casi simultáneamente y en contrapunto a un motivo de danza, formando una representación sensible de la frase: "En medio de la vida estamos rodeados de muerte."
Comenzó el concierto.
En un solo instante, todo aquel salvaje mundo de sangre y pus, hedor y peligros, miedo y sopa de lentejas, frío y valentía, aquel mundo en el que vivíamos desde hacía semanas, había desaparecido. El bueno de Mokassin aún estaba en pie junto a la cafetera. Le hice señas para que tomara asiento en uno de los butacones. Se sentó, suspirando placenteramente. El primer movimiento terminó.
Nos miramos. Nadie decía una palabra. Bebimos. Comenzó el segundo movimiento. A pesar de que nuestro oído estaba cautivado por la música celestial del piadoso maestro, de repente, los tres nos levantamos como un solo hombre. Un golpe lejano y sordo había sonado, recubierto por la música. Sabíamos lo que significaba. Se trataba del disparo de un obús de largo alcance con el que los rusos disparaban desde hacía tiempo sobre la ciudad. Mientras el adagio discurría según las estrictas normas de la armonía, la granada silbaba en el cielo, siguiendo otras reglas no menos estrictas. No dejamos de escuchar la música, pero a la vez escuchamos el recorrido del proyectil. Lo escuchamos, en un horroroso crescendo, durante casi veinte segundos. sobrevoló la casa y explotó a una distancia considerable. La casa tembló un poco. Las tazas de café tintinearon. Bebimos un buen trago.
A los tres minutos oímos el siguiente disparo. Esta vez la explosión fue algo más cercana. Nos miramos de nuevo. Los tres éramos soldados veteranos. Una característica del soldado veterano es que evita los riesgos evitables. Ya había llegado la hora de bajar al sótano: el segundo movimiento había terminado.
¿Nos vamos o no? En medio del tercer movimiento, oímos el tercer disparo.
Yo le pregunté a Mokassin:
-¿No prefieres ir al sótano?
Mokassin me miró enfadado.
-¿Usted cree que no tengo sentido musical?
-¡Bueno, valiente, no te ofendas!¡Salud!
Bebimos. Mokassin volvió a escanciar. El scherzo había terminado.
Regau dijo:
-¡Ahora viene el momento musical más bello del mundo! ¡Las trompas del cuarto movimiento! Como si las tocaran los ángeles.
Mokassin dijo solemnemente:
-No me parece mal escuchar a los ángeles tocando la trompa antes de oírles cantar.
De repente Regau se alzó de su sillón.
-Si ahora nos vamos al sótano, buen amigo, ¿para quién compuso Bruckner esta música divina?
Comenzó el cuarto movimiento como si alguien hubiera corrido a un lado un telón púrpura y regalara al hombre la contemplación de un cielo a través del cual, en lugar del gemido de las granadas, sonaran las alabanzas de los coros celestiales.
Escuchamos la sinfonía hasta el final.
Peter BAMM, La bandera invisible, Libros del Asteroide, Barcelona, 2010.
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