Soy yo el único que puede recordar aquella soberbia sandía de cáscara verde que comimos a la orilla del Tajo, el melonar dentro del propio río, en una de aquellas lenguas de tierra arenosa, a veces extensas, que el verano dejaba al descubierto con la disminución del caudal. Soy yo el único que puede recordar el crujir de la navaja, las tajadas rojas con las pepitas negras, el castillo (en otros sitios se le llama corazón) que se iba formando en el medio con los sucesivos cortes (la navaja no alcanzaba el eje longitudinal del fruto), el zumo que nos escurría garganta abajo, hasta el pecho. Y también soy yo el único que puede recordar aquella vez en que fui desleal con José Dinís. Andábamos con la tía María Elvira en la rebusca del maíz, cada cual en su carril, con un saco colgado al cuello, recogiendo las mazorcas que por desatención hubieran quedado en los tallos cuando la cosecha general, y he aquí que veo una mazorca enorme en el carril de José Dinís y me callo para ver si él pasaba sin darse cuenta. Cuando, víctima de su pequeña estatura, pasó de largo, fui yo y la arranqué. La furia del pobre expoliado era digna de verse, pero la tía María Elvira y otros mayores que estaban cerca me dieron la razón, que él la hubiera visto, yo no se la había quitado. Estaban equivocados. Si yo hubiera sido generoso le habría dado la mazorca o le hubiera dicho, simplemente: «José Dinís, mira lo que tienes ahí enfrente». La culpa fue de la constante rivalidad en la que vivíamos, pero yo sospecho que en el día del juicio final, cuando se pongan en la balanza mis buenas y malas acciones, será el peso de aquella mazorca lo que me precipitará en el infierno.
José SARAMAGO, Las pequeñas memorias, Alfaguara, Madrid, 2007.