Cuando regresé, Molly le había colocado a la muchacha unas tiritas en la rodilla. Seguía sentada en el mismo sitio en que la había dejado.
–¿No ha podido dormirse?
–No, sheriff, no quería dormirse –respondió Molly.
–¿Y sus padres?
–Su padre ha dicho que no vendrá a recogerla.
Comprendí.
Fui al servicio y me lavé las manos. El chico no se había defendido, por lo que no le golpeé mucho. Sólo lo suficiente para que no olvidara aquella noche jamás. Sus amigos, que cuando llegué estaban riéndose de sus hazañas, se limitaron a mirarme cuando le di la paliza. Nadie dijo nada. Aquella era una lección que no enseñaban en la escuela y, probablemente, tampoco en sus casas. En cualquier caso, tenía los nudillos enrojecidos. Pensé que llegaría el momento en que sería muy viejo para este trabajo. Algún chico algún día me haría frente.
–Vamos –le dije a la muchacha–. Te llevaré a casa.
Recorrimos las cinco millas en silencio. Quizá debí decirle algo, pero me sentía cansado. La muchacha sólo habló una vez, cuando me indicó que tenía coger el cruce de Falcon Pass para llegar a su casa.
Las luces estaban apagadas. Sin embargo, cuando paré el coche, la puerta se abrió. En el porche vi dos figuras. La madre echó a correr hacia el coche. Abrió la puerta del acompañante y se llevó a su hija adentro. El padre era diez años más joven que yo, pero parecia un anciano. Tendría que hablar con él. Sería lo más duro de la noche.