El gato de McTavish, cuyo nombre no ha quedado registrado en el cuento, recordaba mucho a su dueño. Resultado del cruce de un macho salvaje y una hembra doméstica, era grandote, malvado, voraz y lascivo. Algunos testigos afirman que su pellejo tenía un ligero tinte verdoso.
Puesto que la comida que le proporcionaba su dueño era irregular, al gato de McTavish le dio por matar a las gallinas de los vecinos. Cuando éstos trataban de tenderle una emboscada, él daba grandes rodeos. Si ellos trataban de prepararle celadas, él destrozaba las trampas y continuaba llevándose las gallinas. Al final, McTavish no podía seguir haciendo caso omiso de las protestas y reclamaciones, y prometió librarse del gato. Lloroso, resolvió hacerlo con sus propias manos. La batalla fue larga y enconada; el gato despreciaba el veneno y evitaba con facilidad las saetas de la ballesta de McTavish. Además, se desquitaba atormentándolo con llantos nocturnos. Por fin, una tarde sofocante, McTavish lo arrinconó detrás del depósito de agua. A sabiendas de que había llegado su hora, el gato decidió vender cara su vida. Aunque la lucha fue terrible, el resultado no podía ser más que uno. El gato pereció y McTavish se retiró a lamerse las heridas.
No obstante, un empleado de la compañía de electricidad había observado la batalla. Viendo que el gato estaba muerto, le pidió a McTavish que le permitiera comerse los ojos, pues le habían dicho que ello le proporcionaría clarividencia. McTavish, que no era de los que dejan pasar una nueva experiencia, lo permitió. Una cosa llevó a la otra y se apoderó de él un acceso de utilitarismo. La carne de calidad era escasa. Así pues, guisó el gato con curry y curtió el pellejo. No está claro si los que cenaron allí aquella noche sabían lo que se iban a comer antes de hacerlo. Sin embargo, tan grande fue la furia ante el incesto culinario que varios cayeron enfermos y hubo amistades que rompieron para siempre. Los restos del curry permanecieron ominosamente en el frigorífico durante un mes hasta que McTavish los tiró. Los vecinos explicaron que se los había comido un gato salvaje cuyo pellejo tenía un tono verdoso.
Nigel BARLEY, Una plaga de orugas, Anagrama, Barcelona, 1993.