Por la noche, había un camarada de guardia detrás de la entrada del personal, la puerta que se encontraba al fondo del patio a la derecha, la que daba a las cocinas y a la escalera que subía al primer piso. Ese miembro del comando siempre montaba guardia solo. En pocas palabras, si alguien tenía intención de matar a Hitler en la cama, podía pasar por allí, pedir al guardia que contactase con la cancillería, esperar a que descolgara el teléfono y neutralizarlo con una porra. Luego, le bastaría subir los veintidós peldaños, empujar la puerta del apartamento que nunca estaba cerrada con llave, y terminar el trabajo directamente en el dormitorio situado a pocos metros. No había ninguna vigilancia más en los pasillos. Nadie delante de los aposentos privados del Führer. Únicamente una patrulla, casi siempre compuesta por un solo policía, circulaba de vez en cuando por la Wilhelmstrasse. Es decir, muy poca cosa.
Rochus MISCH, Yo fui guardaespaldas de Hitler, Madrid, 2007.