Y los niños, siempre tan crueles, le tiraban bolas de barro, restos de comida impura, orines, plumas de gallina, que se le pegaban al cuerpo dándole un aspecto aún más ridículo. Al-Aitam, emir de al-Andalus, había recibido con sorpresa, con estupor, la destitución del califa Hisham. Preparaba una nueva expedición contra la tierra de Afranq y las decenas de luchadores de la yihad estaban impacientes por vengar la derrota del emir al-Samah, muerto en una cabalgada anterior.
A al-Aitam le raparon el pelo y le montaron en un asno bisojo, que no dejaba de trastabillarse, como si fuera una imagen del destino que le había golpeado. El fustatí había sido humillado desde al-Sharqiah, donde se hallaba acantonado el ejército, hasta Sevilla. Allí, un bajel, había de llevarle a la tierra de los bereberes, quizá los autores de la falaz delación, y camino de Damasco, donde Hisham después de lanzarle injustos improperios ordenaría, quizá, su ejecución.
La carta del califa, leída por un tal Abd al-Rahman, que debía sustituirle, dejó atónito a al-Aitam: “Os habéis hecho odioso entre los habitantes de al-Andalus por vuestra crueldad y avaricia. Nos os condenamos a recorrer las ciudades que habéis atosigado con el pelo cortado y subido en un vil asno y os instamos a presentaros a nuestro palacio para recibir el castigo definitivo que merecéis”.
Antes de que al-Aitam comprendiera el alcance de esas líneas ya había sido cargado de cadenas y entregado a una turba de bereberes, que comenzaron a aporrear el fustatí. Después lo dejaron en el centro del campamento, expuesto a la grosería de los soldados. De vez en cuando escupía un diente y sangre y dolor.
No importaba a al-Aitam demostrar al califa que había sido condenado injustamente, no importaba quien había desatado tal alud de mentiras en Damasco, no importaba la vida, que ya daba por perdida, importaba morir en la paz de Allah.
Al-Aitam había nacido en Fustat, y había admirado desde su niñez los monumentos de los reyes antiguos, como los graneros de Yusuf.
De niño, pues los niños son injustamente crueles, asaltaba las cabañas de los coptos, rompía las cancelas y tiraba al suelo los muebles. Un día le capturaron y le llevaron a su padre. Hubo que prometer a los dimmíes que sería castigado. Sin embargo, cuando los cristianos desaparecieron, al-Aitum sólo recibió el reproche por entretenerse con juegos infantiles.
Después de eso su padre le subió a una barcaza que surcaba al-Bahr y que llegaría a Sudán, la tierra de los zany, donde abundaban los paganos. Pasó años regateando sus mortíferas lanzas y por fin regresó a Fustat, convertido en un hombre. Su padre había muerto. Una carta le recomendaba al califa de Damasco, y le abría una vida de promesas.