Entre muchas alhajas preciosas, tenía Amasis una bacía de oro, en la que así él como todos sus convidados solían lavarse los pies: mandóla, pues, hacer pedazos y formar con ellos una estatua de no sé qué dios, la que luego de consagrada colocó en el sitio de la ciudad que le pareció más oportuno a su intento. A vista de una nueva estatua, concurren los egipcios a adorarla con gran fervor, hasta que Amasis, enterado de lo que hacían con ella sus vasallos, los manda llamar y les declara que el nuevo dios había salido de aquel vaso vil de oro en que ellos mismos solían antes vomitar, orinar y lavarse los pies, y era grande sin embargo el respeto y veneración que al presente les merecía una vez consagrado
HERODOTO, Los nueve libros de la Historia, Edaf, Madrid, 1989.