Durandal le resultó de repente muy pesada. La clavó en el suelo, se arrodilló, musitó una oración de agradecimiento y besó la cruz. Los escuderos del moro habían escapado; Lope, el suyo, escapó al principio. Cogió la repujada espada del agareno, sucia de sangre, un nuevo presente para su tío, el rey. Sabía que, aún así, no cumpliría la promesa, no podría cumplirla, pues el conde, su padre, presentía, estaba muerto. El rey sólo quería culparle a él, sólo quería vengarse. Silbó para llamar a su caballo; tenía que regresar: su tío ya le habría preparado una nueva tarea.
Julián RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, Libretas, Editoral Almotacén, Córdoba, 2011.