Federico y yo nos sentamos a la mesa cerca del dueño de casa y frente a una poetisa alta, rubia y vaporosa, que dirigió sus ojos verdes más a mí que a Federico durante la comida.
Nos levantamos después de comer, junto con la poetisa y con Federico que todo lo celebraba y todo lo reía. Nos alejamos hacia la piscina iluminada. García Lorca iba delante y no dejaba de reír y de hablar. Estaba feliz. Esa era su costumbre. La felicidad era su piel.
Dominando la piscina luminosa se levantaba una alta torre. Su blancura de cal fosforecía bajo las luces nocturnas.
Subimos lentamente hasta el mirador más alto de la torre. Arriba los tres, poetas de diferentes estilos, nos quedamos separados del mundo. El ojo azul de la piscina brillaba desde abajo. Más lejos se oían las guitarras y las canciones de la fiesta. La noche, encima de nosotros, estaba tan cercana y estrellada que parecía atrapar nuestras cabezas, sumergirlas en su profundidad.
Tomé en mis brazos a la muchacha alta y dorada y, al besarla, me di cuenta de que era una mujer carnal y compacta, hecha y derecha. Ante la sorpresa de Federico nos tendimos en el suelo del mirador, y ya comenzaba yo a desvestirla, cuando advertí sobre y cerca de nosotros los ojos desmesurados de Federico, que nos miraba sin atreverse a creer lo que estaba pasando.
—¡Largo de aquí! ¡Ándate y cuida de que no suba nadie por la escalera! —le grité.
Mientras el sacrificio al cielo estrellado y a Afrodita nocturna se consumaba en lo alto de la torre, Federico corrió alegremente a cumplir su misión de Celestino y centinela, pero con tal apresuramiento y tan mala fortuna que rodó por los escalones oscuros de la torre. Tuvimos que auxiliarlo mi amiga y yo, con muchas dificultades. La cojera le duró quince días.
Pablo NERUDA, Confieso que he vivido, Plaza y Janés, Barcelona, 1997.