Al coronel Redl, héroe de uno de los dramas más complicados del espionaje, lo conocí personalmente en un breve encuentro. Vivía en el mismo barrio que yo, a una calle de distancia de la mía, me lo había presentado en una ocasión un amigo mío, el fiscal T..., en el café donde dicho señor de aspecto agradable y bonachón fumaba sus cigarros puros; desde entonces nos saludábamos. Sólo más tarde descubrí hasta qué punto estamos envueltos por el misterio en la vida y qué poco sabemos de las personas que viven a nuestro alrededor. El tal coronel, de aspecto parecido al de cualquier buen oficial austríaco, era el hombre de confianza del heredero del trono; le habían encomendado la importante tarea de dirigir el servicio secreto del ejército y contrarrestar el del enemigo. Pues bien, resulta que se filtró la noticia de que en 1912, durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, cuando Rusia y Austria se movilizaron una contra otra, el secreto más importante del ejército austríaco, el plan de operaciones, había sido vendido a Rusia, algo que, en caso de guerra, habría provocado una catástrofe sin precedentes, pues de ese modo los rusos habrían conocido de antemano, paso a paso, todos los movimientos tácticos de la ofensiva austríaca. El pánico que provocó esta traición en los círculos del estado mayor fue terrible; al coronel Redl, como experto máximo, le incumbía la misión de descubrir al traidor, que sólo podía hallarse entre los oficiales de mayor graduación.
Stefan ZWEIG, El mundo de ayer. Memorias de un europeo, El Acantilado, Barcelona, 2002.