A pesar de que no ignoraban el peligro al que se enfrentaban, soltaron las cuerdas que los sujetaban y comenzaron a caer, a caer cada vez más vertiginosamente.
En seguida se dieron cuenta de su error; el peligro de estrellarse era inminente. En el último momento, el cabecilla dio la orden de extender los brazos y agitarlos enérgicamente, como hacen los pájaros.
Así aterrizaron en el prado del valle, al pie de aquel acantilado, sólo con leves magulladuras.
Ya tranquilizados, prosiguieron el plan de fuga. Tomaron el camino hacia el pantano que se hallaba a unos dos leguas de allí, donde los esperaban los compañeros de rescate.