Yo me quedé mucho tiempo tendido de espaldas, con los ojos abiertos, la cara y los brazos cubiertos por la paja. La noche era clara, fría y penetrante. No había luna pero las estrellas parecían recién mojadas por la lluvia y, sobre el sueño ciego de todos los demás, solamente para mí titilaban en el regazo del cielo. Luego me quedé dormido. Desperté de pronto porque algo se aproximaba a mí, un cuerpo desconocido se movía debajo de la paja y se acercaba al mío. Tuve miedo. Ese algo se arrimaba lentamente. Sentía quebrarse las briznas de paja, aplastadas por la forma desconocida que avanzaba. Todo mi cuerpo estaba alerta, esperando. Tal vez debía levantarme o gritar. Me quedé inmóvil. Oía una respiración muy cercana a mi cabeza.
De pronto avanzó una mano sobre mí, una mano grande, trabajadora, pero una mano de mujer. Me recorrió la frente, los ojos, todo el rostro con dulzura. Luego una boca ávida se pegó a la mía y sentí, a lo largo de todo mi cuerpo, hasta mis pies, un cuerpo de mujer que se apretaba conmigo.
Poco a poco mi temor se cambió en placer intenso. Mi mano recorrió una cabellera con trenzas, una frente lisa, unos ojos de párpados cerrados, suaves como amapolas. Mi mano siguió buscando y toqué dos senos grandes y firmes, unas anchas y redondas nalgas, unas piernas que me entrelazaban, y hundí los dedos en un pubis como musgo de las montañas. Ni una palabra salía ni salió de aquella boca anónima.
Cuan difícil es hacer el amor sin causar ruido en una montaña de paja, perforada por siete u ocho hombres más, hombres dormidos que por nada del mundo deben ser despertados. Mas lo cierto es que todo puede hacerse, aunque cueste infinito cuidado. Algo más tarde, también la desconocida se quedó bruscamente dormida junto a mí y yo, afiebrado por aquella situación, comencé a aterrorizarme. Pronto amanecería, pensaba, y los primeros trabajadores encontrarían a la mujer desnuda en la era, tendida junto a mí. Pero también yo me quedé dormido. Al despertar extendí la mano sobresaltado y sólo encontré un hueco tibio, su tibia ausencia. Pronto un pájaro empezó a cantar y luego la selva entera se llenó de gorjeos. Sonó un pitazo de motor, y hombres y mujeres comenzaron a transitar y afanarse junto a la era y sus trabajos. El nuevo día de la trilla se iniciaba.
Pablo NERUDA, Confieso que he vivido, Plaza y Janés, Barcelona, 1997.