Hitler aquel día estaba fuera, no lejos de su cabaña. Leía unas notas, debajo de un árbol, protegido de los rayos del sol. Hacía calor. A su lado, a pocos metros, estaba uno de sus oficiales de ordenanza, Fritz Darges. En cuanto a mí, no estaba muy lejos, como de costumbre. Una mosca vino a turbar la lectura del Führer. Empezó a revolotear a su alrededor. Visiblemente irritado, Hitler gesticuló con su paquete de hojas para tratar de alejarla, en vano. La mosca volvía sin cesar. Fritz Darges entonces sonrió. Un ligero rictus pasó por su cara. No había cambiado de posición, seguía con las manos en la espalda, la cabeza bien recta, pero le costaba contener la risa. Hitler se dio cuenta. Y en un tono más bien seco le espetó:
-Si no es capaz de mantener alejado de mí un animal como éste, quiere decir que un oficial de ordenanza como usted no me hace ninguna falta.
Hitler no le dijo nada que estaba despedido, pero Darges lo comprendió. Hizo sus maletas al cabo de unas horas. Me parece que lo enviaron al frente.
Rochus MISCH, Yo fui guardaespaldas de Hitler, Madrid, 2007.