El monstruo, impetuoso, agitado, te baja la ropa interior, arranca esa prenda que constituye el último estorbo a su lascivia. Se escucha un ruido de costuras rotas. Comienza a hurgarte el cuerpo, te sube la blusa, te manosea los pechos. Todavía te duelen las laceraciones, los arañazos, las magulladuras que el monstruo te provocó en el último, en el penúltimo de sus ataques de furia. Te notas sucia, quieres que esto acabe pronto. Te empuja sobre la cama, y sientes el peso del monstruo, sus secreciones fétidas, el aliento alcohólico. El cuerpo del monstruo te aplasta; es tan pesado como un bloque de mármol. Quieres llorar, quieres gritar. La lengua del monstruo por tu cara, dentro de tu boca. Tienes ganas de vomitar. El monstruo lo consigue por fin, comienza a gemir, a chillar: está dentro de ti. Te gustaría estar lejos de allí, en otro lugar. No puedes respirar. Sólo ves la boca del monstruo, los dientes irregulares, grises, el incisivo partido. Cierras los ojos y el monstruo desaparece. Tratas de imaginar que estás en otro sitio, que eres otra persona, que este monstruo no te tiene atrapada. De pronto, deja de moverse: el monstruo ha terminado lo que estaba haciendo. El líquido glutinoso ha quedado sobre tu pierna. Pero él sigue encima de ti, aplastándote. No se mueve, sólo resuella. Con un poco de suerte, te dejará, se olvidará de ti, podrás descansar, serás libre por unas horas. Quizá.
Sin embargo, aún cuando deje de estar encima de ti, sabes que seguirás encadenada a él. Hace tiempo que te dejaste prender por el monstruo y ahora no puedes liberarte, no es posible la evasión.
Florián ANTÚNEZ, La botella de champán y otras fantasías sicalípticas, Ediciones del Plomo, Barcelona, 2011.