Nací en la Villeta del Guarnipitán, un pueblo legendario a orillas del río. Allí pasé mi infancia empapado de sueños, de olores vegetales, de estrellas con rocío por la noche. Mis primeros recuerdos son los del río, lustral y azul y los de otro río, de aromado oro en las calles, ampliado en la plazoleta inmensa del puerto por donde se embarcaba la naranja que producía todo el país. Y las flores de diamela, de embalsamada blancura, que también se exportaban hacia otros lugares, para mí remotos, en el sur, desde donde subía el misterio de mundos lejanos. De todo ese tiempo pasado en la tierra sin mal, me queda el sabor, el olor de las frutas del patio: guayabas, mandarinas, chirimoyas, yvapurús, naranjas, aguacates, guavijús, granadas, pindós, limones, aratikús... El canto de los pájaros inaugurando la mañana, mugidos, relinchos, el ladrido del perro tan amigo. Y el trote del caballo zaino, al que después de ordeñar las vacas acercaba su ración de maíz, de alfalfa, de afrecho. ¡Cómo olvidar el pedazo de viento en que me convertía, camino del río, adonde lo llevaba a nadar hacia el fin de la mañana!
Tenía once años, en Villeta, cuando un día vinieron a buscar a mi padre. Eran policías al servicio del dictador de entonces. Como no lo encontraron, el comisario del pueblo hizo que, en compensación, me retuvieran a mí, para descargar su ira seguramente. Unas horas expuesto en la ventana de la comisaría, para escarnio ante la mirada de mis compueblanos, me hicieron comprender, experimentar en carne viva la injusticia, tanto más dolorosa porque la arbitrariedad se ensañaba contra la inocencia infantil. Pese a las inmensas ganas, no lloré aquel mediodía estival en que conocí la antesala del infierno de la prisión.
Rubén BAREIRO SAGUIER, Ojo por diente, Plaza y Janés, Barcelona, 1985.