El microrrelato –casi es más largo el nombre que la sustancia designada– se extiende como la carcoma literaria. Hay una plaga de concursos que lo fomentan a todos los niveles, con una gama variada de convocantes, desde el bar cultureta que ofrece galardón en modesta especie, hasta el organismo público que desorbita la dotación de los premios porque, total, reparte dinero de todos, que no es de nadie. Los cultivadores del género, pues, roen y roen por doquier las vigas de la narración para que esta se sostenga sobre madera lo más liviana posible. Un peligro que siempre acecha es el derrumbe en una nada con ínfulas.
El éxito del microrrelato creo que se debe a factores adyacentes a la escritura, más que a causas intrínsecamente literarias. Es decir, si uno despacha una historia por ejemplo en cinco líneas, acaso lo que le ha movido no sea tanto el reconocer las bondades de la elipsis, la alusión, el primor de lo conciso y esas cosas, como un calculado ejercicio de optimización. Con un esfuerzo mínimo pude lograrse un beneficio máximo. Por lo pronto, uno tiene patente para atribuirse la condición de escritor: "¿Escribes?"; "Sí, tengo un par de cuentos hiperbreves, y ya estoy trabajando en el tercero". Además, con un poco de suerte, ese autor casi estajanovista gana algún concurso de los muchísimos que hay, de modo que percibe unos euros y ve su obra publicada. Así abandona el rango de escritor pelado y se transmuta en escritor profesional. Con dos cuentos hiperbreves y otro en marcha.
El relato mínimo, en definitiva, socializa la ilusión de creerse literato, y la ilusión del prestigio que eso supone. Por otro lado, la narración en prosa tasada es de acceso universal, o así se percibe, no como otros géneros también breves, pero más dificultosos en ideación y ejecución: quien cultiva aquella, igual se lo piensa dos veces si lo que debe escribir es un aforismo o un poema. Aparte de la economía de medios, lo que el microrrelato ofrece es un cierto cobijo al impudor. El aforismo o el poema que es malo, o ridículo, lo es sin remedio ni afeites. En cambio, siempre hay un margen mayor de tolerancia con la ficción de corto recorrido. "Ayer escribí un microrrelato" es un microrrelato, aparte de una memez. También un 6 encima de un 4es un microrretrato. Igual de risibles serían el escritor que se escudara en Monterroso para justificar su gracieta, y el pintor que se dijera influido a la vez por Modigliani y por la cábala para explicar su trazo raquítico.
Beneficio máximo para un mínimo esfuerzo, y adecuación a los formatos de moda. El relato escurrido se aviene bien con los estrechos márgenes del SMS y del tweet. Soporte tecnológico, recepción instantánea, lectura de un solo golpe de vista, parece que estos rasgos le añaden al género, además, el atractivo de lo esencialmente moderno. Se diría que condensa en su forma literaria los caracteres de este siglo de la prisa, del apremio en la creación, la transmisión y el consumo. Sin embargo, su sintonía con las tendencias culturales del momento no aporta valor en sí. Es la novela decimonónica, con toda la antigualla que queramos ver en ella, la que en el campo de la narrativa alcanzó alturas y honduras no igualadas. El microrrelato, en el mejor de los casos, será solo sugerente. Y en el peor, una brizna de insignificancia: aunque lo parezcan, y aquí es donde bien se echa de ver, brevedad y cortedad no son sinónimos.
El Confidencial Digital, viernes 24 de diciembre de 2010.
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