Los khampas viven siempre agrupados a razón de tres o cuatro familias. Armados de espadas y fusiles, los hombres se dedican al pillaje: cuando le han echado el ojo a alguna tienda de nómadas, entran en ella y exigen que se les sirva una comida, y el propietario, asustado, se apresura a complacerlos. Una vez saciados, se marchan llevándose una o dos cabezas de ganado, después de apoderarse, además, de los objetos personales de la víctima. Luego van repitiendo la operación, hasta que la comarca queda exhausta. Entonces levantan el campo y se van a plantar sus tiendas en otra parte, donde vuelven a empezar con lo mismo. Los nómadas no pueden oponerse a las expoliaciones de los khampas, tanto más cuanto que estos atacan en grupo y además, en estas apartadas regiones, el Gobierno resulta impotente contra esas bandas. Por otra parte, si por azar algún gobernador de distrito consigue exterminar a alguna de esas tribus, el botín pasa a ser de su propiedad y no vuelve a los perjudicados. El castigo impuesto a los bandidos es verdaderamente horroroso: se les cortan ambos brazos; pero esa cruel perspectiva no ha arredrado hasta ahora a los khampas en sus funestas actividades.
Heinrich HARRER, Siete años en el Tíbet, Editorial Juventud, Barcelona, 1953.