Cuando abren la caja, se dan cuenta de que algo ha fallado. Desde luego, han conseguido sacarle de la cárcel, pero la lividez del rostro les confirma que Larrea lleva varias horas muerto. Aparte de llorarle, sus camaradas no saben qué hacer. Los veinticinco años de condena les parecen ahora preferibles a aquello. La idea de uno de ellos, aquella extraña ocurrencia, es la que acaba prevaleciendo: harán correr el rumor de que la fuga tuvo éxito y de que Larrea ha cruzado la frontera sin problemas. La policía estatal tendrá que distraerse persiguiendo a una sombra.
Larrea ha aprovechado las largas horas de tedio en la cárcel para escribir nostálgicos poemas. Hay que mantener el engaño, el difunto continuará publicando. Los camaradas envian algunos versos, firmados por el fugado, a la editorial que hasta entonces le había publicado. Al principio, les extraña a los editores una evolución tan radical en el estilo de Larrea, pero pronto se acostumbran a los cambios continuos en los temas y en la métrica, a los meses de fecundidad, a los años de silencio.