La mujer fue primero para el hombre una presa —un cuerpo que se puede arrebatar. A esta emoción venatoria sucede un sentimiento más delicado y de signo opuesto Lo que en la mujer puede ser botín y presa que se toma de arrancada no satisface. Un mayor refinamiento del hombre le hace desear que la presa lo sea por espontánea impulsión. El botín de su feminidad, en rigor, no se posee si no se gana. La presa se torna premio. Y para alcanzarlo es preciso hacerse digno de él, adecuarse al ideal de» hombre que en la mujer dormita. Por este curioso mecanismo se invierten los papeles: el eversor cae prisionero. Si en la época del mero instinto sexual la actitud del varón es predatoria y se arroja sobre la belleza transeúnte, en esta etapa de entusiasmo espiritual se coloca, por el contrario, a distancia, se orienta desde lejos en el semblante femenino para sorprender en él la aprobación o el desdén.La verdadera misión histórica de la hembra humana aparece sin claridad por olvidarse que la mujer no es la esposa, ni es la madre, ni es la hermana, ni es la hija. Todas estas cosas son precipitados que da la feminidad, formas que la mujer adopta cuando deja de serlo o todavía no lo es. Sin duda, quedaría el universo pavorosamente mutilado si de él se eliminasen esas maravillosas potencias de espiritualidad que son la esposa, la madre, la hermana y la hija —de tal modo venerables y exquisitas, que parece imposible hallar nada superior.
Mas es forzoso decir que con ellas no están completas las categorías de la feminidad y que ellas son inferiores y secundarias si se emparejan con lo que es la mujer cuando es mujer y nada mas. Cada una de esas advocaciones del ser femenino se diferencia de las restantes y se define por su oficio eficaz. Nadie ignora lo que es ser madre y esposa, hermana o hija. Pues bien, ese cuádruple oficio conmovedor no existiría si la hembra humana no fuese además —y antes que todo eso— mujer. ¿Pero qué es la mujer cuando no es sino mujer? Yo no podría responder a esta pregunta sin rectificar antes la tradicional noción de los ideales. Desde hace doscientos años, señora, el oficio de la mujer, cuando no es sino mujer, es ser el concreto ideal («encanto», «ilusión») del varón. Nada más. Pero nada menos. Puede un hombre amar con insuperable fervor a la madre, esposa, hija o hermana sin que haya en su sentimiento la menor tonalidad de ilusión. Por el contrario, puede sentirse ilusionado, encantado, atraído, sin que experimente nada de eso que propiamente llamamos amor filial, paterno, conyugal o fraternal. Las mujeres, con su aguda intuición, distinguen perfectamente cuándo en las emociones que suscitan existe ese matiz de la ilusión y, en el secreto de su ánima, sólo entonces se sienten halagadas y satisfechas. Decía Ramón Campos, un fino escritor español de fines del siglo XVIII, que «sólo una cosa puede llenar por completo el corazón del hombre, y es el corazón de la mujer». De suerte que la mujer es mujer en la medida en que es encanto o ideal. La profunda intervención femenina en la historia no necesite consistir en actuaciones, en faenas, sino en la inmóvil, serena presencia de su personalidad. A mi juicio, es ésta la suprema misión de la mujer sobre la tierra: exigir, exigir la perfección al hombre.José ORTEGA Y GASSET, Obras completas. Tomo III. Epílogo del libro De Francesca a Beatrice, Revista de Occidente, Madrid, 1966.