Frédéric bajó la escalera peldaño a peldaño. El fracaso de esta tentativa le desanimó, con respecto al resultado de las otras. Entonces comenzó el aburrimiento. Como no tenía nada que hacer, la ociosidad aumentaba su tristeza.
Pasaba horas contemplando desde lo alto del balcón el río que se deslizaba entre los muelles parduscos, ennegrecidos en algunos lugares por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, donde a veces se divertían unos pilluelos bañando a un perro de aguas en el fango. Sus miradas, dejando a la izquierda el puente de piedra de Notre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre hacia el muelle de los Olmos, a un bosquecillo de árboles añosos parecidos a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais, Saint-Louis, Saint-Paul, se alzaban enfrente, entre los tejados enmarañados; y el remate de la columna de julio resplandecía en el Oriente como una gran estrella de oro, en tanto que en el lado opuesto la cúpula de las Tullerías redondeaba en el cielo su pesada masa azul.
Volvía a su habitación, se tendía en el diván y se entregaba a una meditación desordenada: planes de trabajo, proyectos de conducta, lanzamientos hacia el porvenir. Al final, para librarse de sí mismo, salía a la calle.
Subía, a la ventura, por el Barrio Latino. Se oían toda clase de ruidos apacibles: aleteos en las jaulas, el zumbido de un torno, el martilleo de un zapatero remendón, y los traperos, en medio de las calles, interrogaban con la mirada a todas las ventanas, inútilmente. En el fondo de los cafés solitarios bostezaba entre las garrafas llenas; los periódicos se mantenían ordenados en las mesas de las salas de lectura; en los talleres de planchado las ropas oscilaban al soplo del viento tibio. De vez en cuando Frédéric se detenía ante el escaparate de un librero de lance, un ómnibus que pasaba rozando la acera le hacía volverse, y cuando llegaba ante el Luxemburgo ya no seguía adelante.
A veces, la esperanza de una distracción lo atraía a los bulevares. Después de recorrer callejuelas sombrías que exhalaban vahos húmedos, llegaba a grandes plazas desiertas, deslumbrantes de luces y donde los monumentos dibujaban en el borde del pavimento dentellones de sombra negra. Pero los carros comenzaban a circular, las tiendas se abrían y la multitud le aturdía, sobre todo los domingos, cuando desde la Bastilla hasta la Magdalena una inmensa oleada de gente ondulaba en el asfalto, entre el polvo, produciendo un rumor continuo.
Gustave FLAUBERT, La educación sentimental, Esplandián Editores, Madrid, 1999.
Pasaba horas contemplando desde lo alto del balcón el río que se deslizaba entre los muelles parduscos, ennegrecidos en algunos lugares por el desagüe de las cloacas, con un pontón de lavanderas amarrado en la orilla, donde a veces se divertían unos pilluelos bañando a un perro de aguas en el fango. Sus miradas, dejando a la izquierda el puente de piedra de Notre-Dame y otros tres puentes colgantes, se dirigían siempre hacia el muelle de los Olmos, a un bosquecillo de árboles añosos parecidos a los tilos del puerto de Montereau. La torre de Saint Jacques, el Ayuntamiento, Saint-Gervais, Saint-Louis, Saint-Paul, se alzaban enfrente, entre los tejados enmarañados; y el remate de la columna de julio resplandecía en el Oriente como una gran estrella de oro, en tanto que en el lado opuesto la cúpula de las Tullerías redondeaba en el cielo su pesada masa azul.
Volvía a su habitación, se tendía en el diván y se entregaba a una meditación desordenada: planes de trabajo, proyectos de conducta, lanzamientos hacia el porvenir. Al final, para librarse de sí mismo, salía a la calle.
Subía, a la ventura, por el Barrio Latino. Se oían toda clase de ruidos apacibles: aleteos en las jaulas, el zumbido de un torno, el martilleo de un zapatero remendón, y los traperos, en medio de las calles, interrogaban con la mirada a todas las ventanas, inútilmente. En el fondo de los cafés solitarios bostezaba entre las garrafas llenas; los periódicos se mantenían ordenados en las mesas de las salas de lectura; en los talleres de planchado las ropas oscilaban al soplo del viento tibio. De vez en cuando Frédéric se detenía ante el escaparate de un librero de lance, un ómnibus que pasaba rozando la acera le hacía volverse, y cuando llegaba ante el Luxemburgo ya no seguía adelante.
A veces, la esperanza de una distracción lo atraía a los bulevares. Después de recorrer callejuelas sombrías que exhalaban vahos húmedos, llegaba a grandes plazas desiertas, deslumbrantes de luces y donde los monumentos dibujaban en el borde del pavimento dentellones de sombra negra. Pero los carros comenzaban a circular, las tiendas se abrían y la multitud le aturdía, sobre todo los domingos, cuando desde la Bastilla hasta la Magdalena una inmensa oleada de gente ondulaba en el asfalto, entre el polvo, produciendo un rumor continuo.
Gustave FLAUBERT, La educación sentimental, Esplandián Editores, Madrid, 1999.