El látigo de los capitanes consigue, por fin, restablecer la disciplina. Los soldados dejan de correr y forman en filas. Los últimos en llegar quedan al final; son los que, esperando la victoria, han combatido hasta el instante postrero, los que en el fragor de la batalla no han advertido la alevosa huida de sus compañeros.
Poco a poco, la columna de hombres se pone en marcha. En silencio. Arrastrando los pies. Algunos han perdido sus picas o las han arrojado al suelo en la huida. Están magullados, heridos. Están extenuados. Y es triste la idea de los muchos camaradas que han quedado atrás, en el campo de batalla, muertos o mutilados o prisioneros de Pisa.
Los capitanes se colocan en cabeza de la columna. Armaduras abolladas, cubiertas de sangre. No dejan de rememorar la batalla. Los mercenarios han luchado bien, tan bien como se puede esperar que luchen. Pero los pisanos eran verdaderamente poderosos: su caballería ha decidido el signo de la jornada. Sin embargo, los piqueros de Pisa no se han desenvuelto de acuerdo con su fama. Y hubo momentos en que los pisanos acariciaron la derrota. Tal vez una decena de hombres a caballo hubiera detenido aquella carga. Ya piensan los capitanes en la próxima batalla.
No tarda el ejército de derrotados en alcanzar las ubérrimas tierras del duque que les paga. A las tropas les alegra la idea de su cercano campamento. Los soldados andan comentando los lances de la batalla; muchos describen el valor demostrado por Sassetta, que ha matado a uno de los más viejos comandantes pisanos. Alguien dice que le ha visto caer, pero otro asegura que se cuenta entre los prisioneros por los que habrá que pagar rescate.
Chitignano, en cambio, ha sido uno de los primeros en huir. Como era de esperar. Está en el centro de la columna, contando cómo ha sobrevivido al ataque de un pisano. Habla a voces. Su último comentario arranca algunas risas. Alguien comienza a cantar una jovial canción de campamento, que muchos tararean.
Sí, marchan alegres.
Poco a poco, la columna de hombres se pone en marcha. En silencio. Arrastrando los pies. Algunos han perdido sus picas o las han arrojado al suelo en la huida. Están magullados, heridos. Están extenuados. Y es triste la idea de los muchos camaradas que han quedado atrás, en el campo de batalla, muertos o mutilados o prisioneros de Pisa.
Los capitanes se colocan en cabeza de la columna. Armaduras abolladas, cubiertas de sangre. No dejan de rememorar la batalla. Los mercenarios han luchado bien, tan bien como se puede esperar que luchen. Pero los pisanos eran verdaderamente poderosos: su caballería ha decidido el signo de la jornada. Sin embargo, los piqueros de Pisa no se han desenvuelto de acuerdo con su fama. Y hubo momentos en que los pisanos acariciaron la derrota. Tal vez una decena de hombres a caballo hubiera detenido aquella carga. Ya piensan los capitanes en la próxima batalla.
No tarda el ejército de derrotados en alcanzar las ubérrimas tierras del duque que les paga. A las tropas les alegra la idea de su cercano campamento. Los soldados andan comentando los lances de la batalla; muchos describen el valor demostrado por Sassetta, que ha matado a uno de los más viejos comandantes pisanos. Alguien dice que le ha visto caer, pero otro asegura que se cuenta entre los prisioneros por los que habrá que pagar rescate.
Chitignano, en cambio, ha sido uno de los primeros en huir. Como era de esperar. Está en el centro de la columna, contando cómo ha sobrevivido al ataque de un pisano. Habla a voces. Su último comentario arranca algunas risas. Alguien comienza a cantar una jovial canción de campamento, que muchos tararean.
Sí, marchan alegres.