Hice y deshice la maleta. Muchas veces. Hertz, que había preparado la suya la noche anterior, me miraba, adornado su rostro con una mordaz sonrisa. “Vamos, el tren no espera.” Metí casi todas las viejas fotos. Había apilado los libros en el suelo y los hojeaba. Fui dejando ropa, siempre fácil de conseguir, y metiendo más y más libros; me habían acompañado largos años. Hertz volvió a pedirme que me apresurara. Me asaltó la momentánea idea de quedarme en el piso. Escondido. ¿Sería posible? Hertz pareció perder la paciencia y me conminó a terminar de una vez. “Pronto tendremos aquí a un ceñudo Scharführer”, me dijo. “Ya voy. Ayúdame a atar la maleta.” Era pesada, muy pesada.