Cuando finalmente el aparato despegó y ganó altura, tuve la impresión de volver a nacer. Pesaba 52 kilos, estaba hambriento, no me había afeitado ni lavado desde hacía semanas y llevaba puesto un uniforme sucio y desgarrado. Regresaba de muy lejos.
Al llegar a Melitopol, en el mar de Azov, me dirigí al cuartel general del grupo de ejércitos Don para depositar la saca de correos, llena de cartas de despedida de los que se habían quedado en la bolsa de Stalingrado. El mariscal de campo Von Manstein quería hablar conmigo. Sorprendido al verme en aquel estado, el teniente Stahlberg, su ayudante de campo, un joven oficial elegante y pretencioso, me estrechó la mano con mucha prudencia. Se preguntó sin duda si tenía piojos, cosa que era cierta.
El mariscal de campo me interrogó durante media hora, sobre todo acerca del ambiente que reinaba entre la tropa. Yo le expliqué con pasión que la mayoría de soldados del 6º Ejército seguía creyendo todavía firmemente en la promesa del Führer de salvarlos del infierno. Evoqué los rumores que circulaban y las fantasías que obsesionaban a las mentes febriles ante la muerte. Uno había oído el fuego de las fuerzas liberadoras, otro había visto relámpagos en el horizonte o un reflejo en el cielo. Manstein me escuchó atentamente pero sin reaccionar o manifestar la menor emoción.
Bernd Freytag von LORINGHOVEN, En el búnker con Hitler, Crítica, Barcelona, 2007.