Kabil elevó los brazos al cielo e invocó a los espíritus de sus antepasados con un grito que asustó a los indígenas que le rodeaban. Se hizo un prolongado silencio, quebrado únicamente por el chisporreteo de los leños encendidos.
Cuando ya parecía que su deprecación había sido desoída por los bacabob, el chamán se levantó lentamente, separó a Yatzil de su madre y la atrajo hacia sí. Sacó del frasco que llevaba en la cintura un puñado de ceniza y lo esparció sobre la cabeza de la niña enferma, al tiempo que susurraba la antigua plegaria. Poco después, Yatzil dormía tranquila sobre el suelo, libre ya de la fiebre y las convulsiones que habían sacudido su escuálido cuerpo durante días.
Kabil, que se había quedado a su lado todo el tiempo, se irguió con dificultad y apagó lo que quedaba del fuego. Estaba agotado: sabía que ahora tenía que pagar el precio. Ignorando a quienes, agradecidos, le salían al paso, se alejó de la aldea con pasos cansados y se adentro en la oscura selva. Los indígenas dicen haber visto los hilos nacarados que tendieron los bacabob desde los cuatro puntos cardinales para elevarlo al cielo esa misma noche.