Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

jueves, 27 de septiembre de 2012

SORRENTINO: Karakalpakia



El doctor Zuckerman respiró aliviado cuando Clawson y su cuidador abandonaron la consulta. Hizo algunas anotaciones en el historial. Colocó la carpeta de Clawson en el lado izquierdo. Ya sólo quedaban tres pacientes. Comenzó a hojear un nuevo historial. Artie M. Un caso sin solución. Siete años atrás, habían encontrado a aquel individuo deambulando por un parque. Decía cosas incoherentes. Los policías creían que estaba borracho; por alguna razón, acabó en el hospital psiquiátrico. Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Ni siquiera estaban seguros de cómo se llamaba. El administrativo que hizo el ingreso no había logrado entender su apellido; acabó escribiendo en la ficha que el nombre del paciente era Arthur M. En seguida, todo el mundo comenzó a llamarle Artie. 

Por alguna razón, el doctor Roark había estado muy interesado por Artie; sostenía que sufría un raro trastorno neuronal. Zuckerman repasó una vez más las notas de su antecesor. Artie M. era un sujeto de unos sesenta años. Hablaba inglés con acento extranjero. Su vocabulario era bastante culto. Probablemente había estudiado en la universidad. En ocasiones, largaba interminables peroratas en un idioma ininteligible que Mike Sorrentino, uno de los ordenanzas, afirmaba que era un dialecto hablado en el norte de Italia. 

Artie M. sufría una enfermedad ciertamente extraña. Aseguraba proceder de un territorio, que llamaba la Nación, que formaba parte de un país, el Estado. Según el doctor Roark, Artie quería que la Nación se separara del Estado, como Croacia de Yugoslavia o como Lituania de Rusia. En las visitas quincenales esbozaba enrevesados planes para lograr la secesión. En una ocasión, según las notas del doctor Roark, había defendido Artie que la Nación tuviera el mismo estatus que Puerto Rico. Otra vez soltó un largo alegato a favor de Massachussetts. El doctor Zuckerman le había escuchado un vehemente discurso en defensa del Quebec independiente, por lo que llegó a la conclusión de que Artie era francocanadiense. Desde luego, ni Roark ni Zuckerman habían prescrito a Artie ninguna medicina. Nunca se había mostrado violento. No era un enfermo peligroso. Zuckerman estaba preparando un artículo para el Annual Review of Psychiatry. Cuando lo acabara, probablemente, recomendaría su traslado a uno de los asilos estatales. 

 –Que pase el siguiente –le dijo a la enfermera. 

Escuchó el golpeteó de nudillos en la puerta. No había forma de hacerle entender que debía pasar sin llamar. 

–Adelante. 

Zuckerman observó al enfermo. Cuidaba mucho su aspecto. Llevaba un gastado pijama, que estaba impoluto, sin una sola mancha. Artie estaba recién afeitado. Apestaba a loción. La visita al doctor era el acontecimiento más importante de las últimas dos semanas.

–¿Cómo estás, Artie? 

–La tengo, doctor, tengo la solución para la Nación. 

–Siéntate, Artie, cuenta. 

–Mire, doctor, la solución es Karakalpakia. 

–¿Karaqué? 

A veces, el doctor  Zuckerman tenía la impresión de que Artie se inventaba todos esos nombres. Roark había dictaminado que el paciente sufría una especie de politomanía.  Zuckerman, en su artículo, sostendría que Artie era un topomaniático: siempre estaba utilizando topónimos exóticos. 

–Karakalpakia, doctor. Ka–ra–kal–pa–kia. Es una república autónoma de Uzbekistán. 

–¿Uzbekistán? 

–Sí, Uzbekistán. 

–Ya sé, un país que está… 

–En Asia Central. Los karakalpakos lucharon durante siglos contra los infames uzbekos. Estaban sometidos.

 –¿Me estás diciendo que quieres que la Nación se convierta en una república autónoma? 

–¿Qué le parece, doctor? ¡¡Una idea brillante!!

domingo, 23 de septiembre de 2012

S.T.T.L. Sven Hassel

 Nuestro tren avanzaba hacia el Este, con destino a las estepas inmensas y a los negros bosques de Rusia. Conservábamos la estufa al rojo vivo en nuestro vagón, pero estábamos helados. Noche y día permanecíamos acurrucados en nuestros capotes, con los gorros hundidos hasta las orejas. Pero a pesar de atiborrar la estufa, de ponernos más y más piezas de lana y de apretarnos los unos contra los otros, estábamos siempre irremediable, miserablemente helados... 

Sven HASSEL, La legión de los condenados, Plaza y Janés, Barcelona, 1992.

jueves, 20 de septiembre de 2012


MAJEWSKI: La señora Makens está preparada




La señora Makens lo tiene todo preparado en la puerta, a la espera de que llegue el camión de la ONU. Comienzo a hablar con ella. Parece aceptar el hecho con filosofía. Es viuda y no tiene hijos. “Quizá hace esto más fácil”, me dice. Me habla de su vida. Lleva años trabajando como secretaria en una escuela de secundaria. “No sé lo que pasará cuando lleguemos allí. Soy muy vieja para trabajar en el campo.”

Esa es la preocupación de muchos australianos. Un alto porcentaje de la población vive en ciudades. De hecho, en cinco grandes ciudades. Recorro una calle donde los habitantes ya han sido evacuados. Todo parece en orden. Sólo una casa ha sido quemada. Su inquilino ha debido seguir el llamamiento de algún partido radical. De todos modos, aquí, en Victoria, los sabotajes y las destrucciones de viviendas no son  tan habituales como en otras partes de la Mancomunidad. En cualquier caso, resulta inquietante recorrer una ciudad desierta. Me pongo a hacer fotos para compararlas con las que espero tomar dentro de unos meses, cuando lleguen los nuevos residentes. De pronto me sale al paso una patrulla de cascos azules y me obliga a dar la vuelta.

Me dirijo al norte. El traslado no empezará aquí hasta dentro de una semana. Al azar, me detengo frente a una casa y llamo a la puerta. Nadie responde. Dentro se escucha la televisión a todo volumen. Llamo otra vez, pero nadie sale a abrir. Lo intento en la siguiente puerta. Me abre un hombre joven. Puedo preguntarle lo que quiera, pero prefiere no dar su nombre. Dice que sigue bastante disgustado. “La primera vez que oí hablar del asunto me pareció que era una broma.” Trabajaba en un centro comercial. “Hace tres semanas nos dijeron que no apareciéramos más por allí.” Sabe por un amigo que los viets (los vietnamitas) se pueden quedar. “Los acogimos con los brazos abiertos y ahora se adueñan de todo.” Mientras hablamos, observo el desorden que hay en la casa. Hay algunos que siguen en la etapa de rabia.

Según los psicólogos, la mayoría de los australianos ha pasado a la etapa de aceptación. La señora Faulkes está en una fase de indignada aceptación. Me asegura que empaquetó todo hace semanas. Ahora sólo espera que llegue el camión. Vive con su marido, que sufre una enfermedad que lo mantiene postrado en una silla de ruedas. La señora Faulkes me dice que siempre ha votado al Partido Liberal; añora los tiempos de Robert Menzies. “Él hubiera evitado todo esto”, asegura. “Supongo que se estará revolviendo en su tumba”, añade. La señora Faulkes interrumpe continuamente la conversación para limpiar con un pañuelo a su marido. “Menos mal que el pobre no se entera de nada”, me dice. “Ambos nos opusimos a que dejaran entrar a los chinos. No, no tuvieron que dejarles entrar y todo eso, y fíjese lo que ha pasado ahora.” Me habla de los aborígenes. Cuando llegó Cook seguían viviendo de la misma manera que diez mil años atrás.  “Fuimos los blancos lo que hicimos Australia lo que es... Todo es culpa de los malditos laboristas”, concluye.

Anochece. Se escucha una alarma lejana. Sirenas. Humo en el aire. Pienso que alguien ha debido quemar su casa. Me meto en un bar y pido una cerveza. Muchos sólo han llegado a la aceptación mediante la bebida. Uno de los clientes se acerca cuando ve mi tarjeta de prensa. Me asegura que es sudafricano. Salió del país hace veinte años. “Sabía que el país se iba a echar a perder cuando gobernaran los negros.” Le dejo hablar, mientras bebe una cerveza detrás de otra. Repentinamente comienza a defender el Plan Madagascar: traspasar a la población australiana a la isla y a los malgaches “al otro sitio”. Lo planteó un político independiente en la Cámara de Representantes; probablemente quería entorpecer lo que entonces era sólo un proyecto en estudio por la ONU. Trato de explicarle al sudafricano que una transferencia de población a tres bandas habría necesitado una planificación mucho más complicada. Le cuento que los polacos estamos acostumbrados a estos traslados de población. Cuando se acerca la hora del cierre, el sudafricano me confiesa que vive gracias a una paga del gobierno. “Ahora querrán que me ponga a trabajar de nuevo”, me dice trastabillando las palabras. Cuando nos despedimos me invita a visitarle “allí arriba”. Trata de decirme el nombre de la ciudad a la que ha sido asignado. Finalmente consigo que lo escriba: Banshakhali. “Bueno, espero que al menos le cambien el maldito nombre.”

Roman MAJEWSKI, La señora Makens está preparada.

Gazeta Wyborcza, domingo 20 de septiembre de 2015.

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martes, 11 de septiembre de 2012

FORD: A partir de entonces traté de leer los guiones


Una vez llegué al plató a las siete; había un montón de actores que no conocía y un tipo tenía una escena en la que tenía que besar a una chica. Empezamos a rodarla y le dije al tío:

–Si tienes que besarla, lo que te digo es que la beses. Bésala en los labios, abrázala.

Y el actor dijo:

–Pero, señor Ford, ¡en el argumento la chica es mi hija!

–¡Ah! –dije–. ¿Hay alguien por aquí que tenga el guión? Dejadme verlo...

A partir de entonces traté por lo general de leer los guiones.


Peter BOGDANOVICH, John Ford, Tusquets, Barcelona, 1997.

BUKOWSKI: El profesor

–¿Y su licencia, Chinaski?

–No la he traído.

–Da igual. Tiene que empezar ahora mismo.

–Ejem…, ¿qué materia tengo que dar?

–Da igual. Métase en clase de una vez.

Smith me guió por los pasillos. Llegamos a una puerta con un cristal opaco. Al otro lado parecía que había una pelea.

–Adelante –me dijo.

Creí que me iba a acompañar dentro, pero cerró la puerta a mis espaldas.

En el aula había unos cuarenta chicos. Blancos, hispanos y dos o tres negros. El ruido que había escuchado cuando estaba en el pasillo había cesado. Permanecían callados y me miraban. Expectantes. Ochenta ojos fijos en mí. O quizá sólo setenta y nueve. Busque la mesa del profesor, me dirigí a ella, me senté. La silla era cómoda. Miré a los chicos. Seguían contemplándome asombrados. Abrí la cartera y observé la botella de whisky. Tendría que encontrar la manera de echar un lingotazo sin que se dieran cuenta.

¿Qué diablos tenía que hacer ahora?


Charles BUKOWSKI, Erecciones, eyaculaciones,exhibiciones. Relatos de la locura cotidiana, Anagrama, Barcelona, 1978.

BORGES: Capdevila y Mastronardi

Lo peor de Capdevila es peor que lo peor de Mastronardi, pero lo mejor es mejor y esto es lo que importa.


Adolfo BIOY CASARES, Borges, Destino, Barcelona, 2006.

CASARES: El vídeo


–Mira –me dijo.

Me dejó su tablet y contemplé por unos instantes el vídeo. Una mujer se masturbaba.

–¿Quién es? –le pregunté.

Pronunció un nombre que no me sonaba de nada.

–¿Por qué me lo has enseñado?

–¿No te has dado cuenta?

–No. ¿Qué?

–¿No te ha llamado nada la atención?

Volví a ve el vídeo. Al principio, claramente, se veía el rostro de la mujer. Más adelante, sólo su cuerpo, sus senos, su pelo.

–No es ella, es una doble.

–¿Una doble?

–Sí. Lo estaba viendo el otro día y me di cuenta. Utilizó un doble.

Le entregué el tablet. La verdad es que no me gustaban todos esos vídeos y fotos de políticos. Había gente que los consumía masivamente, pero yo no podía soportarlos.

–Lo tenía colgado en su web. Comparé el cuerpo del vídeo con varias fotos que tiene colgadas y son dos personas distintas.

–¿Estás seguro?

–Un cuerpo de mujer no engaña.

–¿Por qué lo hizo?

–No lo sé… Supongo que por motivos religiosos. Así tendría tranquila la conciencia, la maldita conciencia de los católicos.

Dos meses atrás, el ministro de Obras Públicas había tenido que dimitir. En su perfil de internet se decía que estaba casado y que tenía un amante, pero se acabó demostrando que esto último era falso.

–La gente hubiera pensado mal de mí si supiera que no tenía un amante –trató de excusarse.

Luego se supo que era un criptocatólico. Muchos pidieron su procesamiento, pero el presidente se contentó con cesarle.

Casares estaba escribiendo entusiasmado.

–¿Qué vas a hacer?

–Voy a publicarlo. Inmediatamente.

–¿No vas a llamarla?

–No. Podría retirar el vídeo y decir que todo es una patraña mía. No, voy a denunciarlo. Es una vergüenza que mienta de esa manera.

–La verdad es que prefería los viejos tiempos, cuando la sexualidad de los políticos era algo íntimo, personal.

Casares me miró como si fuera un extraterrestre.

–¿Qué dices? No me vengas con tus idioteces.

–No sé, que a veces estoy cansado de todas esas fotografías, vídeos, confesiones.

Casares me hizo un gesto para que me callara.

–¿Qué pasa?

–La ministra de Hacienda. Tiene visita. Je, je, el tipo va a acabar exhausto.

La ministra había llenado su casa de cámaras cuando era diputada, y era uno de los miembros del Gobierno más populares.

–Debería pensar en adelgazar un poco. Se está poniendo muy gorda –dijo Casares.

–No sé cómo te gusta eso.

–Vamos, cállate. No tengo ganas para tus tonterías.

Siguió escribiendo durante un rato y por fin lo publicó. Siempre ponía la misma cara de satisfacción cuando pulsaba enter.

–Ya está –me dijo.

Me dejó su tablet y pude ver el titular que había utilizado: CONCEJAL CUELGA VÍDEO FALSO.

–¿Qué tamaño de fuente has utilizado? ¿48?

Ignoró mi pregunta.

–¿Has mandado copias?

–¿Por quién me tomas? ¡Claro que sí! En unas horas se sabrá por todos lados. Esta noticia va a ser trending.

lunes, 10 de septiembre de 2012

TRULL i TORNER: Romeo


Palau se excusó y me dijo que otro socio del bufete acudiría a la reunión. El asunto era demasiado complicado y no habíamos conseguido ponernos de acuerdo. Cuando le vi, pensé que se trataba de un pasante. Me estrechó enérgicamente la mano. Cabello castaño y abundante, fibroso, muy moreno. La idea de que utilizaba bronceador me hizo pensar en su cuerpo cubierto de aceite. Sacó los papeles, llenos de anotaciones a mano de Palau, y comenzó a hacerme un resumen de su propuesta. Tenía los dientes perfectamente alineados. La condonación haría innecesaria la fianza, me indicó, creo: no lograba concentrarme. Dejé que hablara y le acabé preguntando si quería tomar una copa. Me dijo que sí (¡me dijo que sí!). Antes de marcharnos, hizo una llamada; tenía que hablar con un cliente. Mientras simulaba escribir en mi agenda, le escuché pedir resueltamente más dinero. Era tan guapo

FORD: Cualquiera de los dos


Mi padre vino para participar en la Guerra de Secesión. No tenía más de quince años, pero era grandote y ya había cuatro de sus hermanos en la guerra, uno con los confederados, que murió, dos con la Unión y uno en ambos bandos, y que recibio dos pensiones. Pero cuando llegó mi padre se había terminado la guerra... Cuando le pregunté: "¿Por qué bando ibas a combatir, papá?", me contestó: "Bah, no importaba; cualquiera de los dos".


Peter BOGDANOVICH, John Ford, Tusquets, Barcelona, 1997.

domingo, 9 de septiembre de 2012


BIOY CASARES: Valor físico

Desafiado por Juan Pablo Echagüe a batirse o pelear, Gerchunoff le contestó: "Inútil. Carezco de valor físico".


Adolfo BIOY CASARES, De jardines ajenos, Tusquets, Barcelona, 1997.

ROMERO: Bonnie Clutter



Su marido confiaba en que se recuperaría. Los médicos habían encontrado por fin el origen de la enfermedad de Bonnie Clutter: no tenía nada en la cabeza, sino que la raíz de sus males estaba en la columna, desviada. No creo que fuera así. Entiendo a la señora Clutter. Se había casado un cuarto de siglo antes con un hombre enérgico, acostumbrado a conseguir lo que quería. Herb Clutter no perdía el tiempo en tonterías, "siempre obsesionado con la prisa, precipitándose a recoger su correo sin tener nunca un segundo, corriendo de acá para allá." Bonnie era muy diferente, apacible, soñadora. Gran amante de la lectura, estaba suscrita al Ladies' Home Journal, al McCall's, al Reader's Digest, al Together. Podemos imaginar a Herb apartando de manera displicente todos esos folletos; él sólo hojeaba los libros de cuentas. Llegó un momento en que la señora Clutter ya no pudo aguantar más y se refugió en su enfermedad. Pasaba gran parte del día en la cama, a oscuras, rumiando el pensamiento de que no estaba a la altura de su marido. Su profunda religiosidad impedía que la señora Clutter tratara de escapar de la prisión de River Valley. Llegó a pasar unos meses fuera, en Wichita, trabajando, feliz, completa, pero sus remordimientos le obligaron a regresar: era "poco cristiano" vivir alejada de la familia.



De alguna manera, Perry Smith y Richard Hickock también se rebelaban contra el éxito de gente como Herb Clutter. Ellos eran inteligentes, habilidosos, pero nunca habían salido de la pobreza. Para ellos, la prosperidad alcanzada por Herb Clutter era un insulto. “Si se le maltrata, nunca lo olvida”, escribió el padre de Perry. Los triunfadores como Herb Clutter, gente a lo que todo le había sonreído en la vida, maltrataban a Perry, que creía merecer algo mejor.



Desde que lo leí por vez primera, hace seis o siete años, me he convertido en fanático del libro de Capote. Me apresuré a comprar la edición de Anagrama en Letras Universales. En La Casa del Libro lo conseguí en inglés. Tengo el volumen de Anagrama lleno de subrayados, anotaciones. Dibujé un mapa de Kansas, en el que marqué la geografía del horror: Holcomb, Garden City, Olathe, Kansas City, Lansing. Cada vez que leo el libro, van cambiando mis simpatías: hubo un tiempo en que me gustó Perry y odiaba a Dick, que le delató; el señor Clutter, parapetado siempre en sus fe metodista, sólo me llamó la atención al principio; Myrtle resulta una mujer bastante curiosa; me admira la benignidad de Josie Meier siempre; me fascina la sensibilidad del agente Dewey. La última vez, me atrajo la figura de Bonnie Clutter, encadenada a una vida de la que no podía escapar; sentí lástima por ella.


P. ROMERO, Vidas apagadas.

sábado, 8 de septiembre de 2012

BARCELÓ: Muerte de un oficial

Después de varios minutos de saludos, jaculatorias, intercambio de regalos, el coronel Jordà consiguió que el emir se sentara.

–¡Tevet! Tráenos un té –le gritó a su ayudante.

El asunto que Jordà tenía que tratar con el emir era ciertamente espinoso. Habían pasado ya varias semanas desde la llegada del inefable Romeu, y desde entonces se habían sucedido los problemas: un pelotón de áscaris se había insubordinado –tres ahorcados y veintisiete azotados–; la mitad de los criados habían desaparecido, se habían marchado; Montferrer, el indispensable Montferrer, había pedido el traslado. Una mañana, encontraron excrementos de vaca en la puerta de la residencia de Romeu: había sido cosa de los áscaris, probablemente, pero el coronel Jordà sospechaba que cualquiera de los oficiales podía haber perpetrado el atentado.

–Hace unas semanas llegó un nuevo oficial.

El emir abrió los brazos.

–Sí, mi sobrino me habló de él.

Jordà esperó que el emir dijera algo más, pero el hausa permaneció discretamente callado. Tevet llegó con el té y lo sirvió en silencio. El coronel aprovechó para mirar al emir. Tenía un rostro muy oscuro, negro. Si no fuera por las ropas que llevaba, no habría manera de distinguirlo de otros hausa, pero el emir se ufanaba de descender de un príncipe fatimí y de hablar árabe.

–Querido amigo, tengo que reconocerte que estamos muy descontentos con el capitán Romeu.

El emir, expectante, sorbía el té.

–Me gustaría que le invitaras a cazar.

–¿Qué le invite a cazar?

–Sí, a una partida de caza. Que cace, no sé, un búfalo, un león, lo que sea.

El emir lanzó una mirada confusa al coronel Jordà.

–Desde luego, si al capitán le pasara algo, si sufriera un accidente, tú no serías el culpable, mi querido amigo, no te consideraríamos responsable de su muerte.

BIERCE: Aborígenes


Aborígenes, s. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.


Ambrose BIERCE, Diccionario del diablo.

ROSÁN: El apellido Hitler


No parece que los italianos hayan condenado el apellido Mussolini. El Duce tuvo cinco hijos: Edda, Vittorio, Bruno, Romano y Anna Maria. Bruno murió en 1941 en un accidente de aviación. Vittorio vivió durante muchos años en Argentina (allí, la colonia italiana era numerosa y muchos fascistas habían sido acogidos por Perón con los brazos abiertos). Hace unos años, el nacimiento de Carlo, bisnieto de Vittorio, garantizaba la conservación del apellido Mussolini. Romano renunció rápidamente al seudónimo que adoptó después de la guerra y formó un grupo que, inequívocamente, se llamó Romano Mussolini All Stars: tocaban jazz. La hija de Romano, Alessandra Mussolini, es eurodiputada.

Mussolini es un apellido poco frecuente en Italia. En las Mappe dei Cognomi Italiani sólo se registran 24. Se cree que adoptaron este apellido los tejedores de muselina (mussola en italiano), un tela fina y transparente originaria de Mosul. La forma Mussolini es típica de la Romaña. Variantes son Musolini, Mussolino y Musolino.

Hitler, al parecer, no quiso tener hijos porque pensó que serían idiotas: mantenía la curiosa teoría, incoherente para un racista, de que la genialidad no se transmite a los descendientes. Veía a su padre como un ser obtuso y sospechaba que sus vástagos serían pusilánimes y estúpidos; se creía capaz de educar al pueblo alemán pero no a dos o tres hijos.

Algunos sostienen que en Alemania y Austria, después de la guerra, desapareció el apellido Hitler. En realidad, nunca fue demasiado frecuente. En Das Telefonbuch, hay 34 personas apellidadas Hüttler, cinco Hittler, dos Hiedler y un Hitler. Alois era el hijo natural de Anna Maria Schicklgruber y no fue legitimado hasta los 39 años. Se cree que el padre de Hitler se equivocó al registrar su apellido, pues su supuesto progenitor solía escribirlo como Hiedler; una hermanastra, más ilustrada, firmaba Hüttler. Probablemente, sucedía como en Hispanoamérica, donde Velázquez, Velásquez (la forma más habitual allí), Belásquez, Velasques y Belasques se pronuncian de la misma manera.

Alois Schicklgruber-Hitler tuvo dos hijos de su primer matrimonio, Alois y Angela, y seis de su segundo, aunque sólo dos llegaron a edad adulta: Adolf y Paula. Ésta, para no ser molestada, utilizaba el apellido Wolf, que era el nom de guerre de su hermano en los años 20, o más bien su nom d'hôtel: los hosteleros siempre le decían a Herr Hitler que acababan de ocupar la última habitación libre, pero Herr Wolf no tenía problemas en hacer la reserva.

Alois, hermanastro de Hitler, se casó en Alemania y emigró posteriormente a Reino Unido, donde formó una nueva familia. En los años 20 regresó a Alemania y fue condenado por bígamo. Usó el apellido Hiller después de la guerra. William Patrick Hitler, por recomendación especial del presidente Roosevelt, consiguió alistarse en la US Navy en 1944. Probablemente no sabía que su hermanastro alemán, Heinz, había muerto en Moscú en 1942. Los hijos ingleses de Alois adoptaron el apellido Stuart-Houston después de la guerra.

Hoy en día, Hitler es un apellido más común en Estados Unidos que en Alemania y Austria. Una turbamulta de granjeros Hitler emigró a las Trece Colonias en el siglo XVIII y se asentó en el valle del Ohio. Sus descendientes siguen llevando el apellido con orgullo o, más bien, recordando con orgullo que era el de una tatarabuela.

¿Y qué significa el apellido Hitler/Hittler/Hiedler/Hüttler? Ciertamente, su origen es bastante vulgar. Proviene de Hütte (Hittn en el dialecto austro-bávaro que hablaba Hitler), 'choza', 'cabaña', 'guarida'. ¿Quién no tiene un antepasado que haya vivido en una choza? Ahora se entiende mejor que el Führer, mortificado por su apellido, le dijera a Himmler que abandonara las excavaciones arqueológicas: sólo iba a descubrir que los antiguos germanos vivían en cabañas de barro, elaboraban una cerámica tosca y culturalmente no estaban mucho más avanzados que los apaches de Karl May.

viernes, 7 de septiembre de 2012

BIOY CASARES: Mentiras e inexactitudes

No me importa la mentira, pero odio la inexactitud.


Adolfo BIOY CASARES, De jardines ajenos, Tusquets, Barcelona, 1997.

WARSZAWSKI: El coronel Tutasz


-¡Maciek, Maciek!

El coronel Tutasz, como hacía todas las mañanas cuando llegaba a su oficina, necesitaba su café. ¿Dónde demonios se habría metido su ayudante? Se asomó a la ventana, pero sólo vio a los criados negros limpiando el patio. Estarían allí toda la mañana, levantando polvo y no dejándolo más limpio de lo que estaba antes.

-Señor.

-Ah, Maciek.

El coronel vio que su ayudante traía el café en la mano. Se sentó y miró la cara de Maciek. La malaria parecía que le había remitido. Estaba preocupado por su ayudante: durante unos días parecía que iba a necesitar pedir el traslado a la metrópoli, pero quizá aquello ya no sucediera.

-¿Ha llegado el correo?

-No, mi coronel. Telegrafiaron esta mañana desde Nowa Łódź y dijeron que no había rastro del barco.

El coronel Tutasz se llevó la taza a los labios. Aquel café era excelente. Sólo temía que el próximo envío no tuviera esa calidad. Ya había ordenado a Maciek que guardara un poco para los malos tiempos. Quizá enviara un poco a su mujer que, no pudiendo soportar aquel malévolo clima, había regresado a la metrópoli un año atrás.

-¿Algo del interior?

-El capitán Górniak no ha enviado ningún mensaje. Todo va bien.

-Górniak es un buen soldado.

Aquello le recordó el otro asunto que tenía que tratar con Maciek.

-¿Ha dado señales de vida el condenado Romanowicz?

-No, nada. Quizá el capitán llegue con el correo.

-¿Cuándo tenía que incorporarse?

-Tiene hasta el viernes –señaló Maciek.

-Maldita sea.

Tutasz había conocido a Romanowicz diez años atrás, en Białystok, Podlesia, al otro lado del mundo. Entonces Tutasz era capitán y Romanowicz un teniente que acababa de dejar la Academia. El joven teniente era el militar más torpe de la Armia Krajowa. Tutasz apenas había pensado en él en todos esos años. Suponía que le habían licenciado y que ahora trabajaba en una oscura oficina. Encontrar su nombre en la lista de los nuevos oficiales le había resultado asombroso.

-¿Qué haremos con él?

-¿Qué?

Tutasz se dio cuenta de que había hablado en voz alta. En principio había pensado enviar a Romanowisz con un pelotón de áscaris a uno de los poblados de la montaña. Con un poco de suerte, se acabaría el problema. Sin embargo, cada vez que moría un oficial blanco, en Nowa Łódź se ponían muy nerviosos: uno de sus peores temores era que se produjera una rebelión general de la colonia.

Quizá aquel clima acabara con él. Es lo que esperaba el coronel Tutasz. El maldito clima tropical mataba a más europeos que las flechas de los nativos.

jueves, 6 de septiembre de 2012

S.T.T.L. Horacio Vázquez-Rial



Sería un idiota si esto me cogiera por sorpresa, y un mentiroso si fingiera sorprenderme. He fumado más de cuarenta cigarrillos diarios durante medio siglo. Si fueran cincuenta, ya estaría contando por encima de los 900.000: Un millón de cigarrillos tituló su libro de recuerdos Marcello Mastroianni porque era lo que estimaba haber fumado en los 72 años que vivió. Bebió menos de lo que fumó, pero murió de cáncer de páncreas. Otros llegan a la misma situación sin haber inhalado humo de tabaco en su vida, por una inclinación genética o, quizás, un accidente de programación, pero es verdad que el tabaco mata.

Tengo la convicción de que, si no hay interrupciones injustas debidas a la violencia o a desviaciones accidentales del destino, la naturaleza, creación perfecta, nos prepara con el correr de los años para la muerte. Así como se ha demostrado que la percepción del paso del tiempo se acelera a partir de los cincuenta por un proceso hormonal, se demostrará finalmente que cambia en el mismo sentido nuestra noción de la vida y de su final inevitable: si a los veinte es una idea horrible, abismal, a los sesenta se considera su posibilidad como algo mucho menos tremendo, y he visto gente mucho mayor morir por decisión o renuncia o simple cansancio.

No tengo miedo a la muerte. Ninguno. Soy agnóstico, pero he vivido según la norma pascaliana, "como si Dios existiera". No temo, pues, al juicio divino ni a la nada.

Horacio VÁZQUEZ-RIAL, La muerte, es decir, la vida.

Libertad Digital, lunes 1 de agosto de 2011.


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miércoles, 5 de septiembre de 2012

BIOY CASARES: Epitafio de Robespierre

Epitafio para Robespierre:

Paseante, no llores mi muerte:
Si yo viviera, tú habrías muerto.


Adolfo BIOY CASARES, De jardines ajenos, Tusquets, Barcelona, 1997.

martes, 4 de septiembre de 2012

GONZÁLEZ: Cómo conseguir que no te echen de menos

Se había encerrado más y más en sí mismo, se había hecho más intolerante que nunca. Ese es el secreto de una buena muerte: ser un auténtico diablo, un tipo insufrible durante los últimos años. En este caso, la gente asume más fácilmente tu muerte.


Enric GONZÁLEZ, Historias de Londres, RBA, Barcelona, 2010.

lunes, 3 de septiembre de 2012

BURROUGHS: No supo que estaba muerto


La bestia es tan grande y su organización nerviosa de un calibre tan bajo que tardó su tiempo en que la inteligencia de la muerte llegara y se marcara en el diminuto cerebro. La cosa estaba muerta cuando sus balas la alcanzaron, pero no lo supo.


Edgar Rice BURROUGHS, La tierra olvidada por el tiempo, Pulp Ediciones, Madrid, 2003.

GONZÁLEZ: Adopción canina


Un hombre uniformado llamó a nuestra puerta al cabo de una semana, hacia la hora de cenar. Era un tipo de mediana edad y aspecto severo, grande como un armario, con un uniforme azul cubierto de insignias, galones y dorados, provisto de una placa de inspector de la perrera de Battersea. Me dio las buenas noches con un estremecedor vozarrón de sargento instructor.

Yo le hice pasar con cierta torpeza de gestos: tenía un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra.

-Veo que fuma usted. ¿Bebe con frecuencia? -inquirió secamente.

Un tipo con aspecto de policía y voz de policía no siempre resulta reconfortante cuando se mete en casa de uno.

-Oh, muy de vez en cuando -respondí con una sonrisa patética.

El hombretón uniformado se abrió paso hacia la cocina.

-¿Es aquí donde dormirá el perro?

-No sé -balbuceé-. Es posible que duerma con nosotros.

-Los perros deben dormir en la cocina, y la de ustedes es demasiado pequeña y tiene un ventilación deficiente. Además, carece de jardín. En general, la casa me parece bastante inadecuada. Ustedes son españoles, ¿no?

Vi en sus ojos lo que pensaba. Yo era un español alcoholizado y genéticamente cruel que torearía al pobre perro cada tarde, le clavaría las banderillas, apagaría mi cigarrillo sobre su lomo y, entre grandes risotadas, lo arrojaría desde la azotea.

-La casa es adecuada para nosotros, la calle es peatonal y tenemos aquí mismo los parques -argumenté sin convicción.

El hombre asintió mientras marcaba con cruces las casillas de un formulario.

El caso estaba cerrado. No habría adopción canina.


Enric GONZÁLEZ, Historias de Londres, RBA, Barcelona, 2010.

BIOY CASARES: ¿Puedo ser más exigente que Dios?

El rabino Moisés Leib dio una vez su última moneda a un hombre de mala reputación. Sus discípulos se lo reprocharon. A lo que respondió:

-¿Puedo ser más exigente que Dios, que me dio la moneda a mí?


Adolfo BIOY CASARES, De jardines ajenos, Tusquets, Barcelona, 1997.