La señora Makens lo tiene todo preparado en la puerta, a la espera de que llegue el camión de la ONU. Comienzo a hablar con ella. Parece aceptar el hecho con filosofía. Es viuda y no tiene hijos. “Quizá hace esto más fácil”, me dice. Me habla de su vida. Lleva años trabajando como secretaria en una escuela de secundaria. “No sé lo que pasará cuando lleguemos allí. Soy muy vieja para trabajar en el campo.”
Esa es la preocupación de muchos australianos. Un alto porcentaje de la población vive en ciudades. De hecho, en cinco grandes ciudades. Recorro una calle donde los habitantes ya han sido evacuados. Todo parece en orden. Sólo una casa ha sido quemada. Su inquilino ha debido seguir el llamamiento de algún partido radical. De todos modos, aquí, en Victoria, los sabotajes y las destrucciones de viviendas no son tan habituales como en otras partes de la Mancomunidad. En cualquier caso, resulta inquietante recorrer una ciudad desierta. Me pongo a hacer fotos para compararlas con las que espero tomar dentro de unos meses, cuando lleguen los nuevos residentes. De pronto me sale al paso una patrulla de cascos azules y me obliga a dar la vuelta.
Me dirijo al norte. El traslado no empezará aquí hasta dentro de una semana. Al azar, me detengo frente a una casa y llamo a la puerta. Nadie responde. Dentro se escucha la televisión a todo volumen. Llamo otra vez, pero nadie sale a abrir. Lo intento en la siguiente puerta. Me abre un hombre joven. Puedo preguntarle lo que quiera, pero prefiere no dar su nombre. Dice que sigue bastante disgustado. “La primera vez que oí hablar del asunto me pareció que era una broma.” Trabajaba en un centro comercial. “Hace tres semanas nos dijeron que no apareciéramos más por allí.” Sabe por un amigo que los viets (los vietnamitas) se pueden quedar. “Los acogimos con los brazos abiertos y ahora se adueñan de todo.” Mientras hablamos, observo el desorden que hay en la casa. Hay algunos que siguen en la etapa de rabia.
Según los psicólogos, la mayoría de los australianos ha pasado a la etapa de aceptación. La señora Faulkes está en una fase de indignada aceptación. Me asegura que empaquetó todo hace semanas. Ahora sólo espera que llegue el camión. Vive con su marido, que sufre una enfermedad que lo mantiene postrado en una silla de ruedas. La señora Faulkes me dice que siempre ha votado al Partido Liberal; añora los tiempos de Robert Menzies. “Él hubiera evitado todo esto”, asegura. “Supongo que se estará revolviendo en su tumba”, añade. La señora Faulkes interrumpe continuamente la conversación para limpiar con un pañuelo a su marido. “Menos mal que el pobre no se entera de nada”, me dice. “Ambos nos opusimos a que dejaran entrar a los chinos. No, no tuvieron que dejarles entrar y todo eso, y fíjese lo que ha pasado ahora.” Me habla de los aborígenes. Cuando llegó Cook seguían viviendo de la misma manera que diez mil años atrás. “Fuimos los blancos lo que hicimos Australia lo que es... Todo es culpa de los malditos laboristas”, concluye.
Anochece. Se escucha una alarma lejana. Sirenas. Humo en el aire. Pienso que alguien ha debido quemar su casa. Me meto en un bar y pido una cerveza. Muchos sólo han llegado a la aceptación mediante la bebida. Uno de los clientes se acerca cuando ve mi tarjeta de prensa. Me asegura que es sudafricano. Salió del país hace veinte años. “Sabía que el país se iba a echar a perder cuando gobernaran los negros.” Le dejo hablar, mientras bebe una cerveza detrás de otra. Repentinamente comienza a defender el Plan Madagascar: traspasar a la población australiana a la isla y a los malgaches “al otro sitio”. Lo planteó un político independiente en la Cámara de Representantes; probablemente quería entorpecer lo que entonces era sólo un proyecto en estudio por la ONU. Trato de explicarle al sudafricano que una transferencia de población a tres bandas habría necesitado una planificación mucho más complicada. Le cuento que los polacos estamos acostumbrados a estos traslados de población. Cuando se acerca la hora del cierre, el sudafricano me confiesa que vive gracias a una paga del gobierno. “Ahora querrán que me ponga a trabajar de nuevo”, me dice trastabillando las palabras. Cuando nos despedimos me invita a visitarle “allí arriba”. Trata de decirme el nombre de la ciudad a la que ha sido asignado. Finalmente consigo que lo escriba: Banshakhali. “Bueno, espero que al menos le cambien el maldito nombre.”
Roman MAJEWSKI, La señora Makens está preparada.
Gazeta Wyborcza, domingo 20 de septiembre de 2015.
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