Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

jueves, 27 de septiembre de 2012

SORRENTINO: Karakalpakia



El doctor Zuckerman respiró aliviado cuando Clawson y su cuidador abandonaron la consulta. Hizo algunas anotaciones en el historial. Colocó la carpeta de Clawson en el lado izquierdo. Ya sólo quedaban tres pacientes. Comenzó a hojear un nuevo historial. Artie M. Un caso sin solución. Siete años atrás, habían encontrado a aquel individuo deambulando por un parque. Decía cosas incoherentes. Los policías creían que estaba borracho; por alguna razón, acabó en el hospital psiquiátrico. Nadie sabía quién era ni de dónde procedía. Ni siquiera estaban seguros de cómo se llamaba. El administrativo que hizo el ingreso no había logrado entender su apellido; acabó escribiendo en la ficha que el nombre del paciente era Arthur M. En seguida, todo el mundo comenzó a llamarle Artie. 

Por alguna razón, el doctor Roark había estado muy interesado por Artie; sostenía que sufría un raro trastorno neuronal. Zuckerman repasó una vez más las notas de su antecesor. Artie M. era un sujeto de unos sesenta años. Hablaba inglés con acento extranjero. Su vocabulario era bastante culto. Probablemente había estudiado en la universidad. En ocasiones, largaba interminables peroratas en un idioma ininteligible que Mike Sorrentino, uno de los ordenanzas, afirmaba que era un dialecto hablado en el norte de Italia. 

Artie M. sufría una enfermedad ciertamente extraña. Aseguraba proceder de un territorio, que llamaba la Nación, que formaba parte de un país, el Estado. Según el doctor Roark, Artie quería que la Nación se separara del Estado, como Croacia de Yugoslavia o como Lituania de Rusia. En las visitas quincenales esbozaba enrevesados planes para lograr la secesión. En una ocasión, según las notas del doctor Roark, había defendido Artie que la Nación tuviera el mismo estatus que Puerto Rico. Otra vez soltó un largo alegato a favor de Massachussetts. El doctor Zuckerman le había escuchado un vehemente discurso en defensa del Quebec independiente, por lo que llegó a la conclusión de que Artie era francocanadiense. Desde luego, ni Roark ni Zuckerman habían prescrito a Artie ninguna medicina. Nunca se había mostrado violento. No era un enfermo peligroso. Zuckerman estaba preparando un artículo para el Annual Review of Psychiatry. Cuando lo acabara, probablemente, recomendaría su traslado a uno de los asilos estatales. 

 –Que pase el siguiente –le dijo a la enfermera. 

Escuchó el golpeteó de nudillos en la puerta. No había forma de hacerle entender que debía pasar sin llamar. 

–Adelante. 

Zuckerman observó al enfermo. Cuidaba mucho su aspecto. Llevaba un gastado pijama, que estaba impoluto, sin una sola mancha. Artie estaba recién afeitado. Apestaba a loción. La visita al doctor era el acontecimiento más importante de las últimas dos semanas.

–¿Cómo estás, Artie? 

–La tengo, doctor, tengo la solución para la Nación. 

–Siéntate, Artie, cuenta. 

–Mire, doctor, la solución es Karakalpakia. 

–¿Karaqué? 

A veces, el doctor  Zuckerman tenía la impresión de que Artie se inventaba todos esos nombres. Roark había dictaminado que el paciente sufría una especie de politomanía.  Zuckerman, en su artículo, sostendría que Artie era un topomaniático: siempre estaba utilizando topónimos exóticos. 

–Karakalpakia, doctor. Ka–ra–kal–pa–kia. Es una república autónoma de Uzbekistán. 

–¿Uzbekistán? 

–Sí, Uzbekistán. 

–Ya sé, un país que está… 

–En Asia Central. Los karakalpakos lucharon durante siglos contra los infames uzbekos. Estaban sometidos.

 –¿Me estás diciendo que quieres que la Nación se convierta en una república autónoma? 

–¿Qué le parece, doctor? ¡¡Una idea brillante!!