Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder. En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí eso es una solución personal mía, creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo si se trata de un cuento porteño, lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos? Nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."
El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula por fantástica que sea crea, por el momento, en la realidad de la fábula.