Algunos doctores de la Sorbona quisieron tener la gloria de reunir la Iglesia griega con la Iglesia latina. Los que conocen la historia antigua, saben muy bien que el cristianismo ha venido al Occidente por intermedio de los griegos del Asia y que en Oriente es donde ha nacido; que los primeros Padres, los primeros concilios, las primeras liturgias, los primeros ritos, todo es de Oriente; que no hay ni un solo nombre de dignidad o de empleo que no sea griego, que no declare todavía hoy la fuente de donde nos ha venido todo. Habiéndose dividido el imperio romano, era imposible que no llegase a haber en él, tarde o temprano, dos religiones, como dos imperios, y que no se produjese entre los cristianos de Oriente y de Occidente el mismo cisma que entre los osmanlíes y los persas.
Este cisma es el que algunos doctores de la Universidad de París creyeron apagar de repente entregando una memoria a Pedro el Grande. El Papa León IX y sus sucesores no lo habían conseguido con legados, concilios, y hasta con dinero. Esos doctores hubieran debido saber que Pedro el Grande, que dirigía su Iglesia, no era hombre capaz de reconocer al Papa. En vano hablaron en su memoria de las libertades de la Iglesia galicana, de la que el zar apenas se cuidaba; en vano dijeron que los papas deben estar sometidos a los concilios y que la opinión de un Papa no es un dogma de fe: no consiguieron más que disgustar a la corte de Roma con su escrito, sin agradar al emperador de Rusia ni a la Iglesia rusa.
Había en ese plan un conjunto de asuntos políticos que no entendían, y puntos de controversia que decían entender, y que cada partido explica como quiere. Se trataba del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, según los latinos, y que procede hoy del Padre por intermedio del Hijo, según los griegos, después de no haber procedido durante mucho tiempo más que del Padre; citaban a San Epifanio, quien dijo que, el Espíritu Santo no es hermano del Hijo ni nieto del Padre.
Pero el zar, al partir de París, tenía otros asuntos que no consistían en verificar pasajes de San Epifanio. Recibió con bondad las memorias de los doctores. Estos escribieron a algunos obispos rusos, que enviaron una respuesta cortés; pero la mayoría se indignó con la proposición.
Para disipar los temores de este proyecto de unión fue para, lo que instituyó algún tiempo después la fiesta cómica del conclave, cuando hubo expulsado a los jesuitas de sus Estados, en 1718.
Había en su corte un viejo loco, llamado Sotof, que le había enseñado a escribir y que se imaginaba haber merecido por ese servicio las dignidades más importantes. Pedro, que endulzaba de vez en cuando los sinsabores del gobierno con bromas adecuadas a un pueblo no enteramente reformado todavía por él, prometió dar a su maestro de escritura una de las primeras dignidades del mundo: le hizo knés papa, con dos mil rublos de sueldo, y le destinó una casa en Petersburgo, en el barrio de los tártaros; unos bufones lo instalaron con gran ceremonia; fue arengado por cuatro tartamudos; creó cardenales, y marchó en procesión al frente de ellos. Todo este sagrado colegio estaba borracho de aguardiente. Después de la muerte de este Sotof, un empleado llamado Buturlin fue nombrado papa. Moscú y Petersburgo han visto renovar por tres veces esta ceremonia, cuya ridiculez parecía no tener consecuencias, pero, que, en realidad, confirmaba a las gentes en su aversión por una Iglesia que aspiraba a un poder supremo y cuyo jefe había anatematizado tantos reyes. El zar, en broma, vengaba a veinte emperadores de Alemania, diez reyes de Francia y una multitud de soberanos. Ese fue todo el fruto que, la Sorbona recogió de la idea poco política de reunir las Iglesias griega y latina.
Este cisma es el que algunos doctores de la Universidad de París creyeron apagar de repente entregando una memoria a Pedro el Grande. El Papa León IX y sus sucesores no lo habían conseguido con legados, concilios, y hasta con dinero. Esos doctores hubieran debido saber que Pedro el Grande, que dirigía su Iglesia, no era hombre capaz de reconocer al Papa. En vano hablaron en su memoria de las libertades de la Iglesia galicana, de la que el zar apenas se cuidaba; en vano dijeron que los papas deben estar sometidos a los concilios y que la opinión de un Papa no es un dogma de fe: no consiguieron más que disgustar a la corte de Roma con su escrito, sin agradar al emperador de Rusia ni a la Iglesia rusa.
Había en ese plan un conjunto de asuntos políticos que no entendían, y puntos de controversia que decían entender, y que cada partido explica como quiere. Se trataba del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, según los latinos, y que procede hoy del Padre por intermedio del Hijo, según los griegos, después de no haber procedido durante mucho tiempo más que del Padre; citaban a San Epifanio, quien dijo que, el Espíritu Santo no es hermano del Hijo ni nieto del Padre.
Pero el zar, al partir de París, tenía otros asuntos que no consistían en verificar pasajes de San Epifanio. Recibió con bondad las memorias de los doctores. Estos escribieron a algunos obispos rusos, que enviaron una respuesta cortés; pero la mayoría se indignó con la proposición.
Para disipar los temores de este proyecto de unión fue para, lo que instituyó algún tiempo después la fiesta cómica del conclave, cuando hubo expulsado a los jesuitas de sus Estados, en 1718.
Había en su corte un viejo loco, llamado Sotof, que le había enseñado a escribir y que se imaginaba haber merecido por ese servicio las dignidades más importantes. Pedro, que endulzaba de vez en cuando los sinsabores del gobierno con bromas adecuadas a un pueblo no enteramente reformado todavía por él, prometió dar a su maestro de escritura una de las primeras dignidades del mundo: le hizo knés papa, con dos mil rublos de sueldo, y le destinó una casa en Petersburgo, en el barrio de los tártaros; unos bufones lo instalaron con gran ceremonia; fue arengado por cuatro tartamudos; creó cardenales, y marchó en procesión al frente de ellos. Todo este sagrado colegio estaba borracho de aguardiente. Después de la muerte de este Sotof, un empleado llamado Buturlin fue nombrado papa. Moscú y Petersburgo han visto renovar por tres veces esta ceremonia, cuya ridiculez parecía no tener consecuencias, pero, que, en realidad, confirmaba a las gentes en su aversión por una Iglesia que aspiraba a un poder supremo y cuyo jefe había anatematizado tantos reyes. El zar, en broma, vengaba a veinte emperadores de Alemania, diez reyes de Francia y una multitud de soberanos. Ese fue todo el fruto que, la Sorbona recogió de la idea poco política de reunir las Iglesias griega y latina.
VOLTAIRE, Historia del Imperio Ruso bajo Pedro el Grande, Esplandián Editores, Madrid, 1999.