El planeta más extraño del que he oído hablar es el planeta de la Sagrada Mierda. En él la mierda es la mayor riqueza, la moneda con la que se compra todo. Los habitantes no llevan carteras, sino grandes orinales, y cuanto mayores son y más apestan, más ufanos se sienten. Los bancos son unos gigantescos pozos negros, vigilados día y noche por policías y vigilantes. Allí se efectúan los pagos. Desde los más pequeños, de la viejecita que acude a depositar dos bolitas de conejo, todos sus ahorros, al comerciante que trae los ingresos del día, un carro bien oloroso. Naturalmente, en las casas no se dice «voy al water», sino que se dice «pongo en la hucha». Todos los niños tienen su orinalito en forma de cerdito. ¡Ay! ¡También en esta tierra hay quien vende alma y cuerpo para llegar a ser desmesuradamente mierdoso! ¡Hay quien atraca, y bajo la amenaza de una pistola te obliga a depositar allí, en la calle, todo el mogollón que llevas en la barriga! Si alguien, incautamente, se detiene en un
prado para hacerse con unas cuantas monedas, que vaya con cuidado porque en el breve tiempo que se baja los pantalones, alguien ya le habrá sustraído su patrimonio. Por no hablar de los exhibicionistas: aquellos que, cuando entran en el restaurante, untan de mierda las manos de los camareros, y dejan de propina un cagarro como una salchicha, y dicen: «¡No es por vanagloriarme, pero tengo tanta mierda que ya no sé dónde meterla!»
Naturalmente, la economía de este planeta está sometida a las fluctuaciones de esa materia prima: aquí la falta de inversión se llama estreñimiento, y la diarrea se llama inflación. Confiamos en mantener el techo de la diarrea por debajo del diez por ciento, dicen los gobernantes. Y luego estallan los escándalos, y se descubre que, secretamente, los gobernantes recibían quintales de mierda de los industriales, y hacían la vista gorda al contrabando de mierda con el exterior. Existen también las letras, uno puede comprar un coche, por ejemplo, tomando diez purgantes en el momento de la adquisición, pero si luego la letra es protestada, será declarado en panzarrota. Y se producirán investigaciones y a veces incluso secuestros por parte de los cirujanos–financieros. Pero esto ocurre sólo a cuatro desgraciados: este planeta es rico. Todos los meses, cuando llega el día seis, San Libero, se celebra la fiesta de la Santa Mierda. Los mayores mierdosos del país acuden con enormes coches de color crema y marrón, y llenan salones llenos de arañas y hermosos cuadros y mosaicos de cuarto de baño. Todas las señoras van vestidas de blanco y los señores de rosa. Se oye decir: «¿Ves a aquél? Ha hecho la mierda en garitos: es un advenedizo. Aquel otro, en cambio, uy, es de sangre azul, su familia siempre ha sido un estercolero.» Y todos bailan, y sobre todo se pedean, para mostrar su riqueza. Las señoras gordas se pedean en tonalidad grave hinchando como velas los estrechos vestidos de raso, las damas jóvenes se pedean deliciosamente con virtuosismos de flauta y clarinete, los ricos comerciantes se pedean como cañones intercambiándose manotazos en los hombros, los intelectuales se desahogan con cara de sufrimiento, explicando que, al fin y al cabo, la mierda no lo es todo en el mundo, los jóvenes brillantes sueltan cuescos punzantes que levantan las faldas de sus fracs en elegantes revoloteos, los viejos aristócratas carraspean y se pedorrean y no pocas veces al hacerlo cae en sus calzoncillos alguna moneda suelta, los niños despiden vientos, los recién nacidos lloriquean y el dueño de casa, apareciendo en el umbral colorado y triunfal, dispara un pedazo histórico con tembloroso e interminable petardeo que hace tambalearse las cristalerías y dice en voz alta:
–La comida está servida.
Stefano BENNI, ¡Tierra!, Círculo de Lectores, Barcelona, 1987.