Cuando conseguimos abrirnos paso hasta el tren, los primeros vagones estaban ya llenos. La
gente se apiñaba de pie dentro de ellos. Los SS seguían empujando con la culata de sus rifles, a pesar
de que desde el interior llegaban fuertes gritos y lamentos por la falta de aire. Además, el olor a cloro
hacía que resultara difícil respirar, incluso a cierta distancia de los vagones. ¿Qué habían transportado
en ellos para que les hubiera parecido necesario clorarlos tanto? Estábamos hacia la mitad del tren
cuando, de repente, oí a alguien gritar:
—¡Aquí, Szpilman! ¡Aquí!
Una mano me agarró por el cuello y tiró de mí hacia atrás, fuera del cordón de policía.
¿Quién se atrevía a hacer algo así? No quería que me separaran de mi familia. ¡Quería estar
con ellos!
Lo que veía ahora eran apretadas hileras de policías de espaldas. Me lancé contra ellas, pero no
se abrieron. Entre las cabezas de los policías pude ver a nuestra madre y a Regina que, ayudadas por
Halina y Henryk, se encaramaban a los vagones, mientras nuestro padre me buscaba con los ojos.
—¡Papá! —grité.
Me vio y dio unos pasos en dirección a mí, pero entonces vaciló y se detuvo. Estaba pálido y le
temblaban los labios. Esbozó una dolorida sonrisa de impotencia, levantó la mano y me dijo adiós con
ella, como si yo estuviera colocado en el lado de la vida y él me saludara ya desde la tumba. Dio media
vuelta y se dirigió a los vagones.
Me lancé de nuevo con todas mis fuerzas contra los hombros de los policías.
—¡Papá! ¡Henryk! ¡Halina!
Grité como si estuviera poseído, aterrorizado al pensar que en ese instante crucial no iba a llegar
hasta ellos y quedaríamos separados para siempre.
Uno de los policías se volvió y me miró colérico:
—¿Qué demonios estás haciendo? ¡Vete, sálvate!
¿Salvarme? ¿De qué? En una fracción de segundo supe lo que le esperaba a la gente de los
vagones de ganado. Estaba aterrorizado. Miré hacia atrás. Vi el recinto abierto, los andenes del
ferrocarril y más allá las calles. Impulsado por un invencible miedo animal, corrí hacia las calles, me
deslicé entre una columna de trabajadores del Consejo que salía en ese momento y crucé la
puerta.
Cuando pude volver a pensar con claridad me encontraba en una acera, entre edificios. Un SS
salía de una de las casas con un policía judío. El alemán tenía un rostro arrogante e impasible; era
evidente que el policía se humillaba ante él, le sonreía, se esforzaba por complacerlo. Señalaba hacia
el tren que estaba en el Umschlagplatz y decía al alemán, con familiaridad de camarada y en tono
sarcástico:
—¡Allá van a fundirse!
Miré hacia donde apuntaba. Habían cerrado las puertas de los vagones y el tren estaba
poniéndose en marcha, lenta y penosamente.
Volví la cara y avancé tambaleante por la calle vacía, llorando en voz alta, perseguido por los
gritos apagados de la gente encerrada en los vagones. Sonaban como un gorjeo de pájaros enjaulados
destinados a morir.
Władysław SZPILMAN, El pianista del gueto de Varsovia, Turpial-Amaranto, Madrid, 2001.