Cuando cierran los bares, ya de madrugada, no es extraño que alguien arroje al aire un balón. En cuanto asoma el cuero (o la bolsa llena de papeles, da igual) los antidisturbios se ponen el casco con un gesto desganado y se colocan en sus puestos: la rutina es bien conocida. Antes de que comience la carga policial y de que se rompan las primeras litronas (la coreografía está muy ensayada, no falla nunca), se permite que el balón ruede por la plaza y que se celebre el breve partidillo ritual que enfrenta a dos equipos arbitrarios (cada uno chuta hacia donde quiere) y sobradísimos de gente. Puede haber cien o doscientas personas involucradas en el juego-mogollón, carente de reglas y objetivos (porque no hay porterías), y siempre acaba igual: la policía despeja la zona, hace alguna detención simbólica y los vecinos consiguen dormir por fin.
Enric GONZÁLEZ, Historias del calcio, RBA, Barcelona, 2007.