El primer antibiótico digno de ese nombre fue la penicilina. Lo descubrió Alexander Fleming, y los adoradores del sensacionalismo dicen que fue por casualidad. Bien, si después de estar investigando durante años para encontrar la sustancia que podía acabar con las infecciones que mataban más heridos que las propias balas en la guerra, probando todo lo que se le ocurría en un laboratorio bien pertrechado para detectar cualquier cosa que atacase a las bacterias, decimos que era casualidad descubrir que unos hongos que habían crecido en una placa precisamente habían matado a las bacterias que había en esa placa, pues entonces fue por casualidad, pero que nadie tenga la más mínima esperanza de que esa casualidad digna del Premio Nobel le ocurra a otros mientras se toman una paella en la playa, navegan por páginas de deportes en internet o estudian la manera de hacerse ricos invirtiendo en bolsa: para que esa casualidad nos toque tenemos antes que estudiar medicina o biología o farmacia o algo por el estilo (o varias de esas disciplinas sucesivamente), trabajar durante muchos años investigando sin aspiraciones de ganar dinero, hacerlo tan sumamente bien que nos ganemos el derecho a utilizar un (carísimo) laboratorio de investigación avanzada, utilizarlo durante muchos años sabiendo lo que hacemos y haciéndolo mejor que los demás y, entonces, a lo mejor descubrimos algo por casualidad.
Koldobika GOTXONE VILLAR, Félix BALLESTEROS RIVAS, Grandes desastres tecnológicos, Nowtilus, Madrid, 2012.