Recientemente, me ha salido un admirador, un verdadero admirador, en la provincia de Guadalajara. "Soy —me viene a decir este hombre magnífico— uno de sus lectores más asiduos y más inteligentes, y me he suscrito a El Sol con el único objeto de ver los artículos de usted..."
Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo:
—¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?
Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible.
—¿Entenderá esto mi admirador?—me pregunto—. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?
Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota.
Julio CAMBA, La rana viajera, Espasa-Calpe, Madrid, 1981.
Y desde entonces, yo no puedo escribir, porque la imagen de mi admirador me obsesiona por completo. Se me ocurre un asunto bonito, cojo la pluma e inmediatamente me digo:
—¿Le gustará este tema al señor de Guadalajara?
Yo tengo la sensación de que escribo únicamente para este señor, y no quisiera defraudarle. Este señor vive en un pequeño pueblo de la provincia, donde, por desgracia, yo no he estado nunca. Ignoro en absoluto la ideología local, y esto pone en mi trabajo dificultades enormes. De buena gana me pasaría varias noches en claro leyendo, con unas gafas muy gordas, unos volúmenes muy grandes, si a esta costa pudiera llegar a conocer las opiniones políticas, estéticas y religiosas que predominan en el distrito. Por desdicha, la cosa es imposible, y yo temo siempre desilusionar a mi admirador. Tal párrafo que acabo de escribir creo que le parecerá vulgar, y lo borro. Pongo en tensión todos mis nervios hasta que se me ocurre una cosa más fina, y entonces me asalta un pensamiento terrible.
—¿Entenderá esto mi admirador?—me pregunto—. ¿No resultarán estas consideraciones demasiado sutiles para un pueblo de pocos vecinos?
Verdaderamente, el señor de la provincia de Guadalajara ha tenido una idea bien peregrina cuando se ha decidido a admirarme. Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota.
Julio CAMBA, La rana viajera, Espasa-Calpe, Madrid, 1981.